Había venido solo al mar. Solo, quería decir no traer compañía a propósito, en su caso se trataba de aplicar la ciencia antigua del varón; el amor fortuito, el amor fugaz que no dura y que no ata; la ambrosía sin piel, el licor sin consecuencias, el amor sin día siguiente, el beneficio sin trabajo. El no era sembrador sino recolector.
Caminaba hacia la playa, desde los apartamentos blancos, con su soledad repleta de esperanza. Los útiles del trabajo de verano engordaban una bolsa negra: las gafas refractarias, la toalla embellecida y , también, un repertorio de bronceadores, aceites deslizantes, gafas de buceo, aletas de hombre rana, tubo de respiración; materiales que hacían presagiar infinitas aventuras submarinas, legendarias escaramuzas subacuáticas muy en contrapunto con la playa dilatada y las aguas calmas como las de un lago que tenía bajo sus pies. Pero el veraneante insatisfecho practica recomendaciones de literatura de auto ayuda y piensa que el tubo saliente y el sospechoso perfil de la aleta negra saliendo cual lengua de la bolsa de transporte hacen presumir que aquel que lo lleva pertenece al género de hombre corazón viril y fortaleza de ánimo, que es del todo diferente, por decir algo, al que lleva un periódico, un flotador, una silla o, simplemente, una sombrilla que con su halo protector simula la salita de estar de la morada de un ciudadano tan respetable como acabado.
Pasan rápidos los primeros días entre aprender el camino de la playa, saberse los recorridos hacia el lugar de las especias, inspeccionar los elementos constitutivos de la casa de verano, atisbar el vecindario y, también, elegir el lugar propicio de la playa, el sitio ideal, el que va a ser observatorio y laboratorio de las pasiones; lugar que ha de reunir las necesarias condiciones, aunque al final, como en los santos mandamientos, todo se resuma a una única y absoluta condición: que el lugar sea donde habita y mora la posible conquista: la escurridiza danesa, la porfiada inglesa o la flamígera germana. Y es habilidad del cazador acertar, por las reglas de la semiología y del estructuralismo, con aquella que no tenga otra solicitud y compromiso que apurar a sorbos nuestro sol y la brisa del verano.
Y cuando el veraneante insatisfecho se encuentra la verdadera estatua de arena caliente ya sólo quedará descorrer la cortina del verano, tomar lugar como conquistador de verdad de las olas y del voluntarioso cielo azul que todo lo cubre, que cubre toda aquella geografía de promontorios, disfrazadas caletas y suavidad del continente que se cimbrea que se eleva que se hace fractal por todo el lugar de la vista...Y, entonces, ¡ que comience la representación !
Aposentado en su estratégico lugar del verano, el solitario, ya metido a pleno rendimiento en el calendario laboral de la conquista, practica su arte que, como es sabido, no consiste en otra cosa que en vigilar y esperar, en permanecer y estar, en estar y ser, pero ser sin parecer y, sobre todo, como dicen los cazadores : no levantar la presa. Y la presa, no se levanta sino que permanece ante la presencia anhelante del cazador del verano - que ha invadido su territorio íntimo de forma tan notoria-. Se deduce que la cosa no va a ser fácil. Se puede comprobar que la captura se retrasa y ni siquiera la recompensa de una mirada, que sería lógico que se produjera en uno de esos momentos en los que la belleza rubia gira sobre si misma, gira como un San Lorenzo pagano y es gracia que mientas a aquélla el sol solo parece ser compañía y juego, para él, el veraneante conquistador, es fuente de hostilidad como si de llamas se trataran, como llamas sin pausa ni reposo.
Pasan los días y el inalterable espectáculo de la playa sigue sin variaciones significativas; la tabla de multiplicar de las olas, los cuerpos tumbados, las tetrapléjicas sombrillas abiertas... una inmovilidad que va minando la moral del solitario del cazador del verano del veraneante insatisfecho del buscador de los placeres que guarda en sus bolsillos el cálido verano. Sólo un día, parece que algo puede cambiar cuando repentinamente una bolsa de plástico se aproxima, una bolsa que ha salido de los dominios terrenales de la bella acostada y que a impulsos de la brisa marina parece quiere tomar la trayectoria del que mortificado permanece, está y vigila. Y aunque los ojos estén atentos al baile y a la indecisión de la bolsa de plástico que es de color rojo cinabrio, sin embargo, ninguna emoción humana se manifiesta más allá de lo que permite el encubridor negro brillo de los espejos de las gafas. Finalmente, parece que la bolsa toma un destino y, entonces, enfila y cruza y cae en el perímetro de su frontera y ya es, entonces, una mano trémula la que coge la bolsa y unos dedos ávidos los que afianzan la presa y ,ya ufano, con el trofeo medieval junto al corazón y por las leyes de la usucapio el veraneante se levanta de su lugar y se aproxima al lugar sagrado, al altar de la belleza silente...; pero ella es indiferencia y pronuncia en una lengua de procedencia indoeuropea unas cortas y apresuradas palabras que, aunque suenan a letra de ópera a sus oídos, no parecen servir para la pretensión del galán de iniciar una conversación que conduzca a la terraza del bar y de la terraza al recoleto cenador y del cenador al apartamento y del apartamento ¡ oh dioses ! al tálamo donde se realizan las consumaciones... y aunque el cazador del verano farfulla algunas palabras sacadas del diccionario de las imprecisiones, unas con sabor a francés, otras con ambiente anglosajón y hasta en latín, de cuando los curas, la dama amarilla no parece interesada y no parece haber solución y en eso se queda todo; en una sonrisa de multitud de dientes diplomáticos y en un primer plano corporal que ya no olvidará nunca.
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