jueves, 15 de abril de 2010

EL MUSEO DEL PRADO ABRE SUS PUERTAS -POLÍTICA DE COMPRAS-Es un relato de JOSE CARLON

EL MUSEO DEL PRADO ABRE SUS PUERTAS


No era avaricia, ni pretensión de hacerse rico; pero dos opiniones coincidentes ¿no es la unanimidad que requiere la realidad¿
Francisco Expósito es invidente por culpa de un glaucoma que tuvo de pequeño. El no suele decir el lugar de nacimiento, por la cosa del célebre ripio de Icaza, pero es de Granada. Hace ya muchos años que se vino a Madrid, estudió lo que se suele estudiar en los colegios para ciegos y, con el tiempo, se puso a vender el cupón; pero no le fue bien, algo le ocurrió para no poder seguir con el trabajo, alegó en el tribunal médico “demencia percusiva”. Consiguió, al final, que le dieran una minusvalía y ahora, como tantas otras gentes azotadas por el destino, malvive en un piso del “ivima” en un barrio perdido de la perdida periferia de Madrid.
También un día se tiró al metro, no está claro si por accidente o por premeditación: es la única vez que paco expósito ha salido en los periódicos.
Para paco dos opiniones sirven como una certeza. Y tres opiniones coincidentes se convierten en una verdad universal.
Un día de hace unos años Francisco fue a su ciudad natal a visitar a su familia. Fue su hermana la que señalando un bulto informe que se encontraba en un trastero de la casa de la madre, que allí estorbaba, le dijo.
- Paco, si quieres esto te lo puedes llevar.
- Y qué es –preguntó –
- Creo que son cuadros muy buenos – lo dijo por decir algo, por animar -
Paco no recuerda exactamente si la expresión de su hermana fue así, si dijo cuadros o si dijo algo parecido, y a esta hora de la mañana tomando café, mientras fuera del bar está lloviendo, tampoco va a hacer ningún esfuerzo para recordar. De lo que está completamente seguro es que dijo que eran valiosos.
El paquete informe estaba compuesto por una cartones con pinturas de artistas célebres que paco fue poniendo por su casa, no tanto para su amena contemplación, que no era el caso, sino para las visitas.
Un amigo suyo, en una ocasión, al que le llamaban “buena paga “–era el afortunado poseedor de una pensión de gran invalidez- le comentó.
- Me gusta mucho el cuadro de las gallinas y el de los caballeros con armaduras, por qué no me los das.
Paco no se los dio porque eran muy valiosos. Entonces tuvo la segunda opinión porque el interés de “buena paga“así lo demostraba, por lo tanto y por las leyes de la naturaleza de las cosas, aquellos cuadros que tenía valían mucho.

Un día decidió venderlos. No es que paco supiera mucho del mercado artístico; pero en cierta ocasión había escuchado en un programa de radio que en una subasta un cuadro –seguramente como los que él tenía – había sido vendido por cien millones de pesetas.
Paco, hizo sus cálculos, él tenía catorce cuadros así que ciento cuarenta millones de pesetas. Y esa buena noticia se le quedó clavada en la cabeza, como si ya tuviera el dinero en la mano: así de fácil.
Una mañana madrugó, ató con unas cuerdas los cartones y salió a la calle.
Paco con su bastón de invidente, primero se metió en el metro y luego recorrió tranquilamente los borbónicos paseos del Prado, hasta llegar al edificio del museo que no se sabe muy bien, tal vez porque nadie le había dicho lo contrario, él pensaba que tenía cúpulas doradas. Anduvo un poco perdido por allí, preguntó en una cola de gente con la que se topó que por dónde se entraba y como nadie le sabía explicar muy bien, él se las arregló para encontrar una puerta que, después de tocarla pudo comprobar, con admiración, la solidez de la madera, la riqueza de los ostentosos cuarterones y las preciosas cabezas de clavos que la decoraban, motivos suficientes para decidir que aquella era la entrada principal. Buscó, infructuosamente, un portero automático, un timbre o algo parecido y como no lo encontró decidió llamar con el enorme aldabón de bronce que una cabeza de águila pescadora sostenía en el pico.
Le sorprendió el enorme sonido de cañonazo que escuchó. Un relámpago metálico de reminiscencias sepulcrales que se infiltró en los corredores, saltó como un loco por los salones y retumbó en las cavernas y depósitos más recónditos del interior del edificio.
Estuvo esperando un buen rato; pero nadie acudía a la llamada. Como el bulto que llevaba bajo el brazo le pesaba insistió golpeando aquel monumental llamador que parecía que servía para abrir las puertas del infierno.
Finalmente pudo oír, después de mucho tiempo, cómo alguien trajinaba con cerraduras y pasadores, hasta que, finalmente, un sonido inviolable acompañó la apertura de la poterna por la que paco sintió que salía como corriendo el olor de la humedad almacenado desde época antigua, pensó : así huele la celebridad.
Paco no lo pudo ver, pero el gesto del ujier que abrió la puerta era una mezcla de asombro y de ingenua incredulidad. Nadie, desde por lo menos la revolución, había llamado a aquella puerta; pero simplemente dijo.
- Hola, qué deseaba usted.
Paco imaginó que aquel que abría, al ser guarda o cuidador de un museo tan reputado, se presentaba ante él con un uniforme lleno de entorchados, chalinas, tibio pañuelo de cuello en organza, guantes finos, coronas y bordones enluciendo los botones de oro, botas altas y cabeza cubierta por tiara como la de los coraceros de Napoleón, como así recordaba haberlo visto en un cromo de una colección que él hizo cuando era un niño, por supuesto, antes que lo de su enfermedad.
Paco, con un gesto solemne y medio trágico, levantó el cartapacio y dijo.
- Vengo a vender esto
No dijo más. Estaba convencido de que en aquel lugar donde estaban los cuadros más famosos del mundo, lo normal es que todo el mundo entendiera de lo que se trataba y no había nada más que decir. Por otra parte lo que estaba sucediendo corroboraba la opinión, de que todo aquello era cosa natural.
El asombrado conserje se hizo a un lado permitió la entrada del hombre que con su bastón, como si fuera un largo dedo de libélula, reconocía el sólido pavimento de mármol, y por el eco de su sonido imaginó un altísimo salón lleno de columnas dóricas y jónicas, de ricas estatuas posadas por allí de cuando Roma, tal vez también desnudos de afroditas – interpretación que, por cierto, se ajustaba bastante a la realidad-
Tomó asiento en un diván de terciopelo que se ofreció en una pared y mientras escuchó al servicio entorchado ir en busca de “alguien” se percató de que no llevaba ninguna bolsa donde guardar el dinero que le iban a entregar y esto le preocupó por un momento.
Paco apretó contra su corazón el envoltorio. De repente le asaltó la duda de que si hacía bien desprendiéndose de sus cuadros; pero al instante rechazó el pensamiento egoísta por un deseo mayor de que las gentes del mundo, las de aquella fila en la entrada que el imaginaba de kilómetros de longitud, tuvieran la oportunidad de contemplar aquellas maravillas que él, desgraciadamente, no podía más que imaginar. También pensó lo que iba a hacer con el dinero. Bueno no lo pensó porque ya lo tenía pensado, más bien se reconfortó en el pensamiento. El dinero iba a ser utilizado para la compra de una finca, del tamaño de Guadalajara, donde pensaba introducir animales en vías de extinción. Tan nobles reflexiones tuvieron el efecto de no sentir cómo desde diferentes partes del gran salón había gente, cabezas o perfiles, que se asomaban y desaparecían entre contenidas risas y, parecía, alborozo general. Finalmente, unos nuevos pasos llegaron hasta él y, en esta ocasión, un funcionario, que Paco tomó por el director del museo, le rogó que le acompañara. El viaje hacía el despacho fue inolvidable para paco, porque el funcionario parco en palabras no podía por menos que ir salmodiando las salas por las que pasaban.
- Esta es la Goya… esta es la de Velázquez… aquí primitivos italianos… aquí Bosco.
Paco con su bastón táctil intuía la riqueza y maravilla que por doquier almacenaban las paredes.
El paseo cultural terminó frente a un despacho, una vez dentro el funcionario se interesó por el paquete que transportaba. Lo desenvolvió, quitó el papel de estraza de unos almacenes que ya no existían, y fue mirando uno por uno los cartones. Finalmente dijo.
- Esto no vale nada, son láminas.
Paco volvió otra vez sobre sus pasos, recorrió los salones de Goya, de Velázquez , de los primitivos, volvió al salón de las columnas, volvió a escuchar el descorrer de los pestillos y pasadores giratorios de bronce de las puertas y, casi sin enterarse, se encontró en el exterior. En las proximidades al museo encontró un lugar donde sentarse. No se dio cuenta, pero estaba en el basamento de la estatua de un insigne pintor que le miraba con ojos de calculada ira.
Francisco Expósito, ciego y de Granada, dejó el paquete junto a él y ni siquiera se asombró por lo que había pasado. Unos turistas que en ese momento pasaban le pusieron una moneda en la mano. Eran cien pesetas que paco se apresuró a meter en el bolsillo.

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