martes, 21 de abril de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES ( 5 Y FINAL )

El maestro, en el tejado del coro, vivía sólo para pintar. Para él la catedral se había convertido en una parte de su propio ser, de su destino. Las altas naves y las avenidas significaban caminos que partían hacia diferentes destinos; las capillas eran lugares escondidos, como habitaciones de una casa, donde se cobijaban veladas conversaciones, como si se tratara de puntos de encuentro de amantes furtivos cuando susurran confidencias de amor.
Una especie de velo había caído sobre sus recuerdos, como si se hubiera tomado un potente alcohol con poderes mágicos; una niebla que disolvía la realidad, que convertía toda su anterior vida en algo efímero, sin importancia.
Miraba los hilos de humo, los cirios ceremoniales, los turíbulos, como si todo participara de un único sentido al que daba forma el misterio.
Notaba que su propio cuerpo estaba anestesiado para todo lo que no fuera la catedral y su contenido: las vidrieras, el espacio sagrado, como si su propia piel fuera un recubrimiento de las losas de piedra húmedas y enfermas.
Las persianas aromáticas abotargaban su espíritu: el olor a mirra, canela, cálamo y el opio del incienso: era como sentir la respiración de la muerte. Entonces, levantaba los ojos hacia las transparencias de las paredes y parecía, como en un conjuro, que todo aquello tomase vida nueva: las damas venteando manteles bordados, Santa Catalina tomando un impúdico baño de claridad, el martirio de San Lorenzo convertido en la alegría de una celebración... Y él, allí subido, en las estancias superiores del coro, era un naufrago en medio de un sideral mundo de animales y aves mitológicas a quienes los obispos habían logrado domesticar pasándoles el anillo con el carbunclo por las plumas y raíces.
El maestro pinta como invadido por una misión, por un sueño sugerido por el amor entre reyes, las mareas de adriáticos profundos, la porcelana de las bocas y, mientras pinta, entre la oscuridad y los reflejos de las tuberías del órgano, sonidos extraños habitan los espacios; bisagras que chirrían, como música de metal, pasos lentos -que no pertenecen a ningún ser vivo-. Entonces, aquello parece poblado de susurros polares, de vibraciones de una vida superior. Entonces, el maestro descansa y duerme. Y cuando duerme sueña la vida o cuando vive sueña que duerme.
Pasan así las horas y los días: él, en la iniciación del tejado hermético; Ico, haciendo navegar su bota ortopédica en el mar del bautismo.
El organista subía todas las mañanas a la terraza del coro. Siempre a la misma hora se instalaba delante del pupitre de las sonoras teclas y allí comenzaba sus ensayos. Toda la música la tenía en la cabeza, tanto los aires litúrgicos como las fugas y variaciones que interpretaba en el completo anonimato del éxtasis.
El maestro, al principio, tomaba sus precauciones con el organista; pero pasado un tiempo, cuando comprobó que los horarios del músico ciego se ajustaban a un calendario escrupuloso y que aquél no atendía más que a su música, se dejó de preocupar por su presencia.
Gustaba el maestro de mirar a aquel hombre que, cuando empezaba a accionar los diferentes registros del instrumento, su rostro parecía poseído por una luz especial. Una luz que tenía la virtud de sustituir la inteligencia de los ojos muertos, por otro tipo de inteligencia que emanaba desde el interior a toda la cara, como si se encendiese una luz eléctrica.
Sacaba y metía las teclas y los dispositivos del registro mientras los pies iniciaban un bailoteo sobre los pedales del palier. Aquel organismo sonoro, un poderoso animal amansado por los dedos del músico, sonaba llamando al mundo al arrepentimiento y a la piedad; o cuando se ponía a trinar, en las teclas más agudas, parecía un piar de aves cantoras y, era entonces, cuando el espíritu se elevaba hacia las hipérboles de piedra.
El maestro, se quedaba sorprendido de que el cuerpo del organista, que parecía débil y perdido con aquellos pasos imprecisos y lentos, cuando estaba en contacto con el órgano y escuchaba el bramar de los tubos, parecía que el mismo aire que hacía brotar la música, le insuflara en su ser un tipo de energía diferente. Entonces, al músico, se le ponía una sonrisa en los labios, una sonrisa que parecía violenta, como si el músico en un trance tuviera poderes sobre las cosas; sobre las tempestades y sobre la muerte y la vida, como si estuviera suplantando a Dios verdadero.
Ocurrió, durante la interpretación de una fuga; tal vez más brillante, tal vez más llena de resplandeciente diálogo.
El maestro se quedó colgado en el espacio escuchando la música hecha para que hablaran los espíritus, en un plano sidérico, ya fueran ángeles, ya fueran demonios.
Ocurrió en el momento más emocionante de aquel extraordinario diálogo musical. El dispositivo de uno de los registros saltó por los aires. El maestro, sumido en la atmósfera hiperbórea, no se percibió que el artefacto había ido a caer junto a él. Nada pudo hacer cuando el músico, guiado por su oído entrenado y exacto - a la manera de un cazador que persigue una pieza cobrada- , se había levantado. Cuando el maestro quiso reaccionar, el músico ciego lo tenía sujeto por una pierna.
El maestro, los bártulos del maestro, Ico, con su bota ortopédica y el cayado de piedra, los dibujos... Todo se encontraba en el despacho del abad mitrado -quien por más que preguntaba e inquiría, no llegaba a comprender las inconexas explicaciones del maestro y, menos, las de Ico que decía no se sabía muy bien qué sobre unos hombres que vivían en las vidrieras-. Cuando más se horrorizó el prelado fue cuando los canónigos, a los que se les había entregado los pliegos de papel con las pinturas, comenzaron a dar exclamaciones de sorpresa e indignación: pues, en aquellas acuarelas realizadas en el techo del coro, pintadas con un realismo y una belleza sorprendente, donde debía de haber santos, reyes, padres de la Iglesia, arzobispos, apóstoles, profetas y vírgenes antiguas, aparecían las caras y los gestos más insospechados: un músico negro tocando la trompeta y disfrazado de paje, un oficial de regulares con un mono sobre el hombro. También aparecía, en varias de las láminas, el mismísimo Ico, con su gran bota ortopédica, vestido a la manera de San Malaquías y, al propio autor de las composiciones, el propio maestro, había tomado las vestimentas monárquicas y se había erigido, como Napoleón, entre las altas dignidades de las vidrieras.
Pero no era esto lo peor.
Figuras de la milicia nacional, las más altas excelencias y autoridades del gobierno constituido en Burgos, aparecían como si fueran parte de la servidumbre, como si fueran palafreneros y pajes menores; cantantes de moda aparecían como virtuosas santas... Todo un repertorio de rostros conocidos que, para el espanto de la canonjía, iban desde Buenaventura Durruti, con su gorro miliciano a dos colores, vestido con las prendas del Emperador de Occidente; hasta el mismo Martín Lutero, aparte de otras figuras con compases en las manos, aparecían retratados en las acuarelas.
Una vez revisados todos los dibujos y viendo que, desde Alberto Magno hasta Gengis Kan, todo lo herético y prohibido estaba representado en el universo anticristiano de los dibujos, uno por uno y de inquisitorial manera, fueron arrojados al fuego purificador.
Ico lloraba pensando que aquellos seres, desterrados de sus palacios de cristal y de hielo, ya no tendrían un hogar donde guarecerse cuando la bomba criminal cayese.
En la habitación sólo se oía el chisporroteo del fuego exterminador que avanzaba, como una lengua azul, por la superficie de las láminas, convirtiendo el papel en ceniza negra que se levantaba hacia los cielos como si se tratara de un sacrificio pagano.

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