
Abríamos con parsimonia nuestras respectivas puertas y, a veces, creí que interpretábamos algunos compases de Mozart cuando las llaves hurgaban en la cerradura.
Yo entraba en los grandes corredores abovedados que, por entonces, ocupaban la geografía de mis días. Allí, metido en grandes estanterías de madera colocadas contra la pared, descansaba todo el ejército español encapsulado en papel de Timbre de Estado y en diferentes hojas ejecutivas, órdenes de movilización, servicios cumplidos, hechos de armas, condecoraciones y castigos, batalla y desplazamientos en las jornadas de las grandes guerras. Allí se encontraba, en solemne parada militar, todo el ejército guardado minuciosamente en un semisótano donde lo único que parecía tener vida real eran las paupérrimas bombillas y una estufa para combatir los rigores en el frente de batalla del invierno.
El Sargento Mayor de obras, con el que compartía los conciertos matinales cuando abríamos las grandes cerraduras de entrada, venía a visitarme a mi guarida del archivo de vez en cuando. En aquellas ocasiones, yo preparaba un café en la estufa, alimentada con impresos, de los que había en abundancia, de la Real Orden de San Hermenegildo.
El Sargento Mayor era un hombre enigmático, con la reserva de quienes poseen en su interior la eterna conversación de la sabiduría secreta. Se sentaba junto a mí, fijaba su vista en el chisporroteo de los impresos militares, que servían de combustible, y se quedaba como suspendido en el aire, como un equilibrista detenido sobre el hilo de acero del espectáculo del mundo.
Cada uno de los seres mortales que poblamos la Tierra es el más sabio del planeta en alguna materia, en alguna cosa -por mínima que sea-, el Sargento Mayor era el mayor conocedor de asuntos relacionados con tunelería y construcciones subterráneas.
Uno de los trabajos más ambiciosos que había realizado en su vida era un completo plano del subsuelo de la ciudad. Un territorio que, tomado como centro el palacio de Bellavista -lugar en el que nos encontrábamos-, se desparramaba en una maraña laberíntica, como si se tratara de una enorme madriguera de topos gigantes.
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