El Sargento sabía de profundas salas secretas y de caminos que, como galerías de minas secretas, conducían al Banco de España; de estrechos corredores y pasadizos, que él mismo había inspeccionado, que daban salida a grandes palacios; escaleras de remoto origen que serpenteaban ocultamente bajo los paseos y las avenidas formando una enmarañada senda secreta.
Dos cosas había que cuando salían a relucir en nuestra conversación tenían la propiedad de animar la cara solemne del viejo soldado; la primera, cuando se hablaba de su plan para la reforma integral del alcantarillado de la ciudad, alevosamente silenciado -según decía- en los cajones de prestidigitación del Ministerio de Obras Públicas; y el otro asunto, que cuando se trataba hacía encender el rostro avejentado del Sargento Mayor, era su plan de reforma de la línea segunda del metropolitano y que sólo la estupidez de un burócrata había hecho fracasar.
En cierta ocasión, en una de esas tardes de invierno que vuelven taciturnos a los espíritus disciplinados, aquel hombre original me contó la siguiente historia que había sucedido un cierto día del año cincuenta y cuatro...
La guardia estaba formada en posición de firmes. El corneta se había llevado el instrumento a los labios, como uno que quisiera apurar a través de un embudo de metal la poca luz que queda del día. La bandera iba bajando como una araña por el hilo de seda de su mástil, y todo parecía que discurría con normalidad a los ojos del suboficial que conducía en aquella jornada los servicios del acuartelamiento.
Entonces, fue cuando de la boca de la estatua castrense de Viriato, que parecía un soldado de plomo gigante allí puesto en el patio de armas, salió un canto extraterrenal, casi como surgido del altavoz de una vieja radio de los tiempos de la guerra.
El grupo de soldados que saludaba la bajada de bandera se quedó como congelado, y a uno de ellos, del susto, se le resbaló el mosquetón y a punto estuvo la bayoneta calada de perforarle la bota militar y negra. De la boca de aquel ilustre guerrillero, que se alimentaba de tomillo e hinojo mientras hacía la guerra a las tropas que Roma mandaba para apaciguar los territorios de los confines de su imperio, se pudo oír una cancioncilla que dio la casualidad que el Mayor había escuchado unos días antes a la cantante afrocubana Josette Waker en una de las veladas del circo Price.
Y no era cosa de tomar a broma que fuera, precisamente, este viril protosoldado situado en el patio del cuerpo de armas, con su almete de bronce, su falcata empuñada y su vigoroso escudo, imagen ejemplar del auténtico soldado de la raza, el que se diera a aquel canto impúdico y liberal, como si se tratara de una cupletista, cantante de zarzuela o sirena de las de Odiseo; cánticos más apropiados para el mundo del gran musical que para la tradición militar de los pasadobles y marchas.
Este suceso se repetía todos los martes y viernes, justo en el momento de arriar la bandera. Y ya no era sólo el estribillo " abróchame la cremallera", el que salía de los labios de metal del guerrillero; ahora eran gritos, entrechocar de vasos, risas miserables y aroma tórpido de francachela, que sintonizaba muy poco -como dijo el Gobernador Militar-, con la seriedad de tan importante acto castrense.
- ! De quitar la estatua del patio de guardia nada ¡ Había dicho el general.
Fue un joven Capitán, un poco poeta, el que dio la solución administrativa al problema.
- ¡ Mi general, con su permiso, esto que está pasando en la estatua son psicofonías.
Y en psicofonías se quedó.
No sólo las misteriosas manifestaciones alocutorias se producían en el patio de guardia del Cuartel General; en una tahona de la calle Infantas llamada La Flor del Cereal los empleados se negaron a bajar al sótano donde amasaban la harina porque "aquello era cosa del diablo".
Fue el Sargento Mayor de obras quien puso fin a los misterios de aquellos días.
Con la ayuda de un artilugio propio de la profesión de zahorie y con su larga experiencia subterránea obtenida en largos ejercicios de soledad pasados en el vientre profundo y calenturiento de la ciudad, penetró en las cavernas mistéricas, como Jonás hizo en la barriga de la ballena, dispuesto a descubrir qué era lo que estaba pasando.
Conviene decir en este punto que los únicos santos del calendario religioso del Mayor se reducían a dos; el célebre marino Churruca y Vitrubio, y el único objeto de superstición y magia que poseía era la bala de madera que un rifeño le colocara a modo de pendiente en la oreja derecha. Lo de la bala conviene que se explique, ya que era lo que puesto al final de una leve cadena, a la manera de un péndulo, le permitía al Mayor meterse en las profundidades de la ciudad como si cualquier cosa.
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