jueves, 14 de mayo de 2009

LA CANCIÓN DE VIRIATO - 3 y última -

Y la ciudad se apagó.
A través de un pasadizo cuya existencia sólo él conocía, cuyo arranque se encontraba detrás del armario de los expedientes de tropas coloniales. Había que retirar un armatoste para acceder a una pequeña puerta con el rótulo "Asuntos masónicos" que daba lugar a una empinada escalera de piedra que se internaba en lo profundo, en tierra de nadie.
Fue recorriendo pasajes que le enviaban; primero, en dirección sureste, hacia el Palacio de Correos y Comunicaciones; luego girando, bruscamente , por otro ramal - que hacía mucho tiempo había servido de almacén de coloniales y que todavía tenía algunas cajas de maderas con restos de etiquetas tipográficas arrumbadas contra la pared- , se situaba en boca del Paseo de Recoletos.
Gracias a la bala zahorie, el Sargento era capaz de orientarse, pues la magia de aquella bala mahometana consistía en que siempre señalaba a la Meca.
A todo esto, las voces, en los momentos apropiados, iban y venían siguiendo los efectos del sonido tan sabiamente explicados en el "Tratado de las apariencias y sonidos reflectantes" atribuido al jesuita y botánico Padre Marbán.
La exploración del interior de la tierra seguía hacia la calle Prim, donde el Sargento Mayor encontró la dificultad de un conjunto de pasadizos que, desde diferentes alturas y niveles, se desparramaban en todas direcciones, formando un auténtico laberinto.
Siguiendo uno de los ramales que tiraba hacia el Norte fue a dar con los sótanos de San Antón que según se decía había sido utilizado como mazmorra. Este lugar ya le era familiar al Sargento; se reconocía al primer golpe de vista pues todavía pendían de su pared huesuda y musgosa las argollas de hierro que eran del tiempo de la Inquisición.
Unas veces, los gritos y las risas parecía que procedían de detrás mismo de la pared y, entonces, era audible el rasgueo de guitarras y el - ¡ que cante Adolfo...! pronunciado por voces embriagadas; inmediatamente, se perdía el sonido y , entonces, sólo se escuchaba el sopor del murmullo de las galerías o el asustadizo grito de una rata.
Por fin, pudo localizar el lugar de las voces, después de muchos días de circular de aquí para allá con su bala de madera y su linterna de petróleo siempre iluminando escasamente el recorrido. De repente, se tropezó con una sala, en un nivel diferente de por donde caminaba. Se asomó con cuidado, después de apagar su lámpara y, como desde un balcón, descubrió, en un círculo de luz de bujías, a la alegre pandilla autora de las psicofonías de la estatua de Viriato.
El Sargento Mayor nunca fue demasiado explícito sobre la composición exacta del grupo de ultratumba. Me dijo, como de pasada, que había hombres y mujeres y que los que llevaban la voz cantante de aquellas meriendas en el centro de la Tierra era un grupo de enanos que formaban la "troupe" Los Charros, que actuaban en el cercano Circo Price.
Había resultado que los enanos habían encontrado las antiguas salas subterráneas de el Palacio de las Chimeneas y, considerándolo un lugar apropiado para la sana expansión, lo ocupaban en las horas libres que les dejaba el espectáculo.
Sin embargo, de la composición de la parte femenina del insólito grupo no dijo -o no quiso decir - nada. Lo único que puedo decir es que una de las mañanas abriendo nuestras respectivas cerraduras escuché canturrear al Mayor aquella cancioncilla de la mulata del Circo Price.
Yo dejé el ejército, no volví a la ciudad hasta después de mucho tiempo. La ciudad estaba igual, sólo los comercios habían cambiado de actividad y de nombre. Me acerqué a las puertas del Cuartel general y pregunté al policía militar que custodiaba la entrada por mi amigo el Sargento Mayor. Uno de los soldados de vigilancia consultó una lista que tenía y no pudo encontrar su nombre.
Miré, entonces, al suelo y sentí que bajo mis pies había otra ciudad sin puertas, abierta y dormida y, como si estuviera caminado sobre un cristal puesto sobre el vacío, me invadió un repentino vértigo.

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