sábado, 7 de marzo de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES (1)

Llamó con los puños cerrados. Alzó los ojos y observó, con el temor de los que conocen los secretos del frío, que el cielo se encontraba nublado con ese color gris macizo que guarda para los días de nieve y de tormenta.
Creyó escuchar, en el interior del templo, el ritmo del palo de piedra que portaba Ico -el campanero loco-, como un gran Moisés por el desierto de piedra pómez catedralicio. Al fin, se oyó, tras las ciclópeas puertas del pórtico, flanqueadas por las estatuas en fila de los apóstoles que como altos vigilantes miraban al extraño con el ceño fruncido, el sonido de una llave hurgando como un poderoso dedo metálico la cerradura.
El ruido gótico de la puerta al abrirse y una bocanada de aire litúrgico, como cuando se abren las tumbas de los faraones, permitió vislumbrar, desde la oscuridad del fondo, la cabeza de Ico que con cierto asombro miraba al visitante...Allí, a aquellas horas y -encima- por la puerta principal.
Mientras el visitante se colaba entre las valvas de la portona hacia la espesura del interior, Ico, echado a un lado, esperaba sobre el andamio de su bota ortopédica, que tenía un extraño parecido a un ataúd, para volver a cerrar la puerta.
El campanero era bajo de estatura y rechoncho, con el pelo cortado como un paje medieval que le bailaba sobre la frente como si fuera una cortinilla de flecos, entre la fuerte nariz, los ojos perdidos en el ensimismamiento y los labios gordos como los de un pez; todo ello, junto con el juego de llaves metido en una arandela de hierro, le daba un aspecto parecido al de los turiferarios representados en la capilla de Nuestra Señora de la Baraja, patrona de los jugadores.
Ico, vestía un ropaje que parecía de cualquier época, compuesto por una chaqueta de pana gruesa -de un color imposible- y un pantalón de paño antiguo ceñido por un cinturón de correa ancha que llevaba una ostentosa hebilla de plata, regalo del pertiguero de la catedral el día de su confirmación.
El aspecto declinado de Ico no se debía sólo a la desigualdad de sus piernas, también tenía algo que ver, en la irregularidad de su cuerpo, la escarpada protuberancia que, como la cresta de un volcán japonés, asomaba por detrás del hombro izquierdo, haciendo inclinar el cuerpo robusto y obligando a la cabeza a mirar siempre un poco de segunda mano. Aquel desastre físico; la lisiada pierna, la joroba y la bota malaya no quitaba, sin embargo, para que en la fisonomía de Ico existiera una cierta dulzura infantil, una dulzura que no se sabía a qué correspondía, si a la manera de llevar las llaves de un sitio para otro, como si fuera un sonajero, o tal vez por la piadosa lágrima que siempre asomaba cuando pasaba por delante de la imagen de San Roque.
Una vez dentro, ambos, el visitante delante, Ico detrás haciendo un ruido entre metálico y escultórico, se encaminaron hacia la sacristía, lugar habitual de sus encuentros.
El báculo de piedra que llevaba Ico no es que fuera una reliquia bíblica de las que se conservan en las grandes catedrales, reflejo de lejanos esplendores, sino que había pertenecido a la sepulcral del obispo Marquicio, al que un buen día se le había caído el cayado de la mano como a un pastor dormido.


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