sábado, 14 de marzo de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES (2)

Llegados a la sacristía se sentaron . Lo único que había en la pared aparte del mobiliario, era un gigantesco cuadro del que ya no quedaba rastro visible de tema o de los personajes, el polvo, el humo de los cirios, la polución de las lámparas de aceite y la grasa del incienso lo habían convertido en un cuadro abstracto.
El visitante, antes de contar al campanero el sueño extraordinario que había tenido aquella noche, pensó si no sería conveniente hacer un preámbulo a las revelaciones que tenía que hacer; una introducción que pudiera servir para abrir el entendimiento de Ico al significado arcano de los sueños: hablarle de los sueños entre los romanos, su significado entre los caldeos, hablarle de la gloria de Aníbal cuando se le apareció, en sueños, un joven de aliviado porte, un enviado de los dioses, que le indicó la ruta necesaria para conquistar Roma. Al fin y al cabo, él se había propuesto la misión de dar a conocer al campanero los grandes misterios que encerraban las catedrales, enseñarle a extraer de aquellas venerables piedras catedralicias la remota y secreta sabiduría que guardaban. A su vez, Ico asistía a este alimento telúrico, que se le entregaba en forma de catequesis heterodoxa, cual silente acólito que espera redimir el alma de las miserias del cuerpo.
El visitante, entonces, contó lo siguiente.
- Anoche tuve un sueño -dejó vagar su mirada por los techos de la sacristía-, un sueño enigmático y augural, una señal emanantista de los divinos círculos de las particularidades y confines celestiales .
El maestro acompañaba esta fraseología extraída de rarísimas ediciones esotéricas de procedencia argentina con ciertos gestos amplios de la cara y movimientos majestuosos de los brazos, cosa que encantaba al buen campanero que creía presenciar alguna antigua ceremonia de rito gregoriano.
-Entre la niebla -continuó-, que es ambiente propio del clima de los sueños, pude contemplar como si la catedral se hubiera llenado de agua, como si se hubiera convertido en una gran pecera. Desde la transparencia de las cristaleras no sólo se podían ver las geométricas líneas y ondulaciones, que son particularidad de las aguas, sino que también se podía advertir la sombra de los peces que surcaban el espacio interior. Luego, sin transición de tiempo, cosa tan propia de los sueños, el agua desapareció como si alguien le hubiera llamado. En lugar del fluido, una selva de árboles, palmeras y hiedras trepadoras acometió el lugar sagrado. De repente, como si la catedral se hubiera convertido en un jardín botánico, todo se llenó de sonidos ecuatoriales, de cantares de infinitos pájaros de todo color y diversidad. Entonces, como si una burbuja estallara, como si una masa impulsora se abriera paso, saltaron de sus lugares todos los cristales y todos los pájaros se escaparon. Entonces, toda la ciudad se llenó de una lluvia de pequeños cristales que cuando llegaban al suelo se ponían a gritar y a reír; sí, unos a gritar, y otros a reír. Entonces, me desperté. Tenía un amargo sabor en la boca y un sudor frío resbalaba, como goterones, por el cuello.
Estuve un rato sobre la cama, sin atreverme a abrir los ojos. Pensaba en el oculto significado de aquella sucesión de imágenes que recordaban las del divino San Juan en su retiro de Patmos. Sospeché que a través de aquel sueño se revelaba un alto designio.
Mientras decía esto, el maestro, que se había levantado, daba vueltas por la sacristía elevando los brazos al cielo, como hacían aquellos barbados cristianos cuando, en los circos de Roma, veían llegar trotando a los leones africanos.
- No sé por qué decidí venir a la catedral -dijo el visitante-. Una luz dubitativa bañaba mansamente la densidad de la ciudad dormida; de las calles de piedra llorosa, de los tejados inclinados que una neblina casi invisible les hacía parecer nevados. Miré al cielo y sentí un frío de raíz mistérica, como dicen que sintió el Hierofante de Capadocia el día del desastre de las tropas del rey Piro. Me levanté el cuello del abrigo, a la manera de los seguidores de los ritos isiásicos cuando pretenden el misterio, y me dirigí hacia la plaza de la catedral a toda prisa.
Te he de confesar, amigo mío, que cuando vi la catedral toda entera sentí un gran alivio, como si un jugo balsámico llenara mi alma de paz que aliviaba la pretérita zozobra. Estaba en humilde contemplación de la mole catedralicia metida en su abrigo invernacular de piedras antiguas; sólo el piar gatuno de algunos pájaros que saludaban la llegada del alba me daba la sensación de que aquello visión no fuera una estampa inmóvil, cuando escuché el inconfundible zumbido de un avión enemigo; ya sabes -le indicó al campanero-, un zumbido que se parece al de un moscardón tísico. Entonces, tuve una iluminación -dijo el maestro-, como cuando Raimundo Lulio descubrió las figuras de la totalidad. Entonces, comprendí el mensaje del sueño que había tenido: una bomba iba a caer próximamente y las vidrieras de la catedral quedarían completamente destruidas.
- Y , ante aquella terrible posibilidad, el maestro y el campanero Ico, se arrodillaron con el temblor de catecúmenos y comenzaron juntos una extraordinaria plegaria donde el latín macarrónico de Ico se mezclaba con las impetraciones en alguna remota lengua muerta que pronunciaba el maestro.

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