En este lugar, que ahora se encuentra sumergido por las aguas del mar, existió no hace mucho tiempo un valle donde se encontraba un pueblo. El alcalde de esta población, de carácter apacible, que amaba las novedades de la ciencia y de la industria, quiso aprovechar los beneficios que generaba la embotelladora de agua gasificada, que era la principal fuente económica del pueblo, y anduvo por el mundo para conocer las novedades que en el extranjero existían en materia de embellecimiento urbano. De esta manera, producto de sus andanzas, trajo un modelo de banco de paseo considerablemente moderno y cómodo, unas farolas que se encendían solas al notar la falta de luz, unas papeleras que contaban con diferentes compartimentos para reciclar los distintos tipos de desperdicios y, en otra ocasión, una caja misteriosa.
Los parroquianos de la barbería fueron los primeros que vieron a su alcalde bajar del autobús de línea con una caja que llevaba entre sus manos con mucho cuidado, como si llevara algo muy delicada. Y como, es natural, preguntaron a su alcalde qué es lo que llevaba con tanto mimo en aquella caja. El alcalde les contestó que llevaba, nada menos, que la solución al problema del vertedero municipal, manifestación que los que se encontraban en la barbería tomaron como una broma: ¿ Cómo iba el alcalde a solucionar un problema tan grande con una caja tan pequeña? Y se rieron entre ellos de las ocurrencia de su corregidor y lo comentaron con todo el mundo.
La caja misteriosa, de esta forma, creó gran curiosidad entre los vecinos y más de uno se acercó a la casa del alcalde para, con cualquier pretexto, poder enterarse de la clase de artilugio o cosa que había traído el alcalde de su último viaje; pero, en realidad, poco duró la intriga porque aquel mismo día la alcaldesa tenía en la ventana, junto al fregadero de la cocina, la misteriosa caja abierta, y el que pasó por allí, que fueron muchos, pudo comprobar que dentro de la caja no había más que un montón de gusanillos que se enroscaban, se deslizaban y levantaban la cabeza y, muchos se rieron, cuando vieron que la alcaldesa echaba en el interior de la caja todos las sobras de la comida.
Con el tiempo, como la población de gusanos había crecido en tamaño, los gusanos fueron instalados en el jardín de la casa en varios contenedores convenientemente preparados donde se depositaba todo lo que sobraba de la casa del alcalde y, también de algún que otro vecino.
Tal como dictan las leyes de la naturaleza la primera colonia de gusanos entró, en su momento, en fase de crisálida y, más tarde, cuando los capullos de seda se rompieron, aparecieron unas mariposas blancas que , después de depositar sus huevos, salieron volando por el pueblo como si estuviera nevando.
La cosecha de gusanos fue, aquel año, tan buena que el alcalde adelantó el propósito que tenía desde el principio y mandó instalar, de forma oficial, el primer campo experimental biónico de aprovechamiento de residuos domésticos.
Es verdad, que al principio, los gusanos sólo comían frutas y verduras, grasas, deshechos y despojos; pero pronto se acostumbraron a comer toda clase de materiales, excepto cristales, como hacía observar un gran cartel, con letra caligráfica del propio alcalde, que se puso en las inmediaciones del lugar.
El pueblo estaba encantado con su instalación y veían crecer y multiplicar la colonia de gusanos, que se comían todo lo que se les echaba; una lata vacía, una taza de porcelana rota, la cabeza de una muñeca que no había podido resistir el amor de una niña, las rimas en consonante que le sobraban al poeta local y, lo más importante, con los excrementos que dejaban los insectos, se abonaban cumplidamente los parterres y jardines municipales que crecían en armonía y belleza,
Cuando llegaba el tiempo de la metamorfosis, todo el pueblo lo celebraba, y la banda municipal saludaba con un pasacalles de resonancias marciales las oleadas de mariposas blancas que, como una nevada no anunciada, caía sobre el pueblo. Los amables lepidópteros se subían a los tejados y a las ramas de los árboles y parecían grandes copos de nieve. Luego desaparecían.
El vertedero biónico, que era lo primero que se enseñaba a los forasteros, había crecido desmesuradamente, de tal forma que, en la barbería, algunos empezaban a opinar, todavía en voz baja, que la proliferación de gusanos y su voraz apetito no era cosa normal y argumentaban sobre la necesidad de controlar el índice de natalidad de los insectos.
Ahora, cualquier cosa que sobraba en el pueblo iba a parar al vertedero, y como el ansia de los gusanos era porfiada, había quien entregaba, como una especie de donativo -o de impuesto, según como se mirase-, algún tipo de cosa que antes nunca hubieran tirado a la basura; por ejemplo, el tractor de uno, que aunque llevaba varios años sin ser utilizado, todavía -según su dueño- estaba en buen estado. Era cosa de ver cómo se lo comían...lo que más les gustó fueron las ruedas y el volante, que desaparecieron en primer lugar, entre una bola negra de gusanos, y después...chapa, motor, biela y engranajes -siguiendo este orden-, como si se hubiera tratado de un pollo asado.
Nuevas e incesantes promociones de gusanos habían dejado pequeño los terrenos originales del basurero ecológico. Ahora, se esparcían por las fincas colindantes en una masa fluida y abigarrada, siempre en movimiento, siempre en expansión y siempre hambrienta. Las voces discrepantes con la política municipal se dejaron oír con mayor fuerza; pero el alcalde no quería dar su brazo a torcer, más que nada porque ya no sabía la manera de contener aquella inundación -las tapias que se construyeron, por ejemplo, para cerrar el paso de la marabunta fueron devoradas en una sola mañana- por lo que el único camino que quedaba era seguir aumentándolas. Para dar buen ejemplo, el alcalde arrojó a aquellas fieras diminutas los archivos del Ayuntamiento y, a continuación los libros de la biblioteca, y las orugas parecían -como dijo alguien- curiosos lectores asomados a los oficios administrativos y a las páginas de los tratados de Teología. Más tarde, se arrojaron, como en un sacrificio pagano, los reclinatorios de la Iglesia y, después, los queridos bancos nuevos de paseo y las farolas automáticas. Pero , todo se hacía poco para amansar la furia masticadora de los gusanos.
Un bando, que se leyó una mañana, mientras los agitados clientes de la barbería clamaban encolerizados que ellos ya habían predicho la tragedia el mismo día en el que vieron bajar al alcalde del autobús con su extraña caja, ordenaba que todo aquello que no fuera imprescindible para la vida de los habitantes había que arrojarlo a los gusanos. Hubo que ver, entonces, las filas que se formaban todas las mañanas de vecinos transportando butacones, bañeras, floreros, lámparas, retratos familiares...como hormigas que se hubieran vuelto locas.
Cuando llegaba, en este tiempo, la época de las mariposas el pueblo quedaba sumergido por una ola gigante de alas blancas que lo cubría todo como una marea prolongada; que entraba en las casas, llenaba el piano como un adorno floral, que se metía bajo las agujas de las máquinas de coser y quedaban estampadas, como el más bello bordado, en los encajes de las sábanas. Posadas, todas ellas, sobre las calles, por las paredes, cubriendo los tejados...parecía una montaña nevada. Las mariposas se instalaban, como palomas, sobre los transeúntes, cubrían las campanas y levantaban el vuelo en cada golpe de badajo, como si el sonido de la llamada a misa se hubiera convertido en una luz blanquísima.
...Y ya era tarde cuando se quiso acabar con ellas. Fuego, agua hirviendo, insecticidas...era como echar arena en un mar negro y profundo en perpetuo movimiento. Era ya todo inútil, como cuando desapareció en un instante entre sus aguas negras la pala de la excavadora con la que se intentó sepultarlas.
Ya avanzaban, como un ejército, hacia el pueblo y, mientras avanzaban, desaparecía toda cosa que no fuera horizontal: árbol, animal o piedra, señal de tráfico, pavimento de carretera, semáforo. Como un castillo sitiado, rodeado de un foso, excavado precipitadamente por el vecindario puesto en pie de guerra, parecía el pueblo.
Por fin, se dio la orden de evacuación y los camiones se pusieron en marcha. Una fila de motores emprendió la retirada.En el último camión iba el barbero y sus clientes, con sus cabezas asomadas entre las lonas que cerraban la caja de la carga, el barbero -en un gesto teatral- abrió un estuche forrado de terciopelo y fue arrojando uno por uno todos los instrumentos de su oficio; primero, la brocha de pelo de castor, luego el suavizador oscurecido por las jornadas de afilado, y, por último, la navaja de rasurar...que se quedó abierta con su acero brillando al sol; su refulgir, puesto en el filo, compitió ,en la pupila del barbero ,con la luz de una lágrima que atravesó el curtido rostro... y, luego, ya no vieron nada, ni siquiera la palpitación de la navaja: todo parecía sumergido en un lodo negro y profundo.
Cuando las orugas, contó la maestra, no tuvieron nada más que comer se fueron tragando la tierra y excavaron un gran surco que, recorriendo el valle, llegó hasta las inmediaciones del mar y, un día, las aguas que entraron del mar inundaron todo aquel terreno, y las orugas perecieron ahogadas,como los ejércitos del Faraón de Egipto.
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