La guerra había trastocado la vida cotidiana de los componentes de la colegiata catedralicia. Al principio, con las primeras proclamas sediciosas y disturbios callejeros, el cuerpo canonical se había marchado, como un sólo hombre, a su residencia abacial en algún lugar remoto de la provincia. Posteriormente, cuando el levantamiento militar había triunfado en algunos lugares, se corrió el rumor por la ciudad de la inminente llegada de un contingente proletario que, llevados por la ira de la insurgencia, pensaba dinamitar casa por casa y piedra por piedra aquel enclave de pequeños burgueses, nido rebosante de caciquesrentistascapitalistasconservadores, de comerciantes con tienda, elementos clericales y del resto de estamentos del poder feudal y fagocitario...Pero los mineros que iban a encender los cartuchos de dinamita a la salida de los colegios religiosos nunca llegaron. Allí, en verdad, no pasó nada, a excepción del incidente del grupo que se encaramó con una ametralladora de patente italiana al rosetón central catedralicio, sacando la bocana por un intersticio practicado en la vidriera y disparando ráfagas contra un supuesto local masónico que se encontraba al otro lado de la plaza. Pero, fuera de este pequeño alboroto que Ico había solucionado enarbolando su bastón de piedra, nada había pasado.
Nada había pasado, entonces, en aquella ciudad, provincia de provincias, que nunca había destacado por nada ni por nadie. Nunca tuvo exploradores, ni científicos, ni políticos, ni siquiera un santo famoso; carniceros, farmacéuticos, médicos, veterinarios y un poeta local es todo lo que había conseguido producir aquel territorio estéril que un día fuera corona y guía espiritual del occidente cristiano.
Uno de los lugares donde les gustaba estar, al visitante y al campanero, sobre todo a la hora de la siesta era el coro.
Fabricado con madera de nogal que el tiempo se había encargado de ennegrecer la sillería estaba historiada con profusión de figuras y emblemas provenientes de la teología, la vida de los santos, los evangelios apócrifos, y el Antiguo Testamento. También existían, grabadas por el buril experto, figuras de una mitología ya olvidada: dragones con las narices con espolones, unicornios, ballenas voladoras... y , también, otro tipo de animales y escenas que sólo habían existido en la mente calenturienta de sus artífices: serpientes con cabeza de cordero, corderos con garras de león, leones con cinco rabos y dos cabezas. Aparte de esta zoología inverosímil había otro tipo de figuras que atraían mucho más la atención de Ico. Se trataba de figuras situadas en lugares oscuros y estratégicos del coro. Aquí y allí, retirados de la visión, había realizado el tallista, con un buril pecaminoso, figuras de hombres y de mujeres dándose a lujurias y licencias poco evangélicas; estampas de frailes robando panes, de frailes bebidos con los carrillos inflados. También había animales, burros y perros, que, como en las fábulas sacrílegas, hacían de hombres; una mujer con unos enormes pechos estaba instalada junto a los facistoles donde los presbíteros entonaban sus cánticos litúrgicos.
El maestro, ciertamente, prestaba poca atencíón a este tipo de manifestaciones mundanas que habían llevado a aquel santo retiro, a aquel bosque de madera tallada, el talante libérrimo de los artesanos antiguos. Él, más bien, gustaba de enseñar a Ico las numerosas plantas del árbol de la ciencia, signos y símbolos indescifrables de una naturaleza quiromántica y astral. Conocimientos surgidos de la ciencia antigua del tricefálico Trimesgisto y pasados al conocimiento medieval a través de los constructores de catedrales.
Solía pasar siempre lo mismo, mientras el maestro trataba de explicar a Ico los simbolismos allí representados, éste solía permanecer semidormido en la hundida sombra de un rincón donde sólo se dejaba ver la enorme suela de la bota ortopédica que salía de aquellas sombras como la sonrisa de un gran mamífero prehistórico. Y ya podía, el maestro, explicar la utilidad de un águila representada en la sillería, utilidad que tenía que ver con los poderes de la hiel del animal que dados en pomada en los ojos de un ciego hacía recobrar al instante la vista. Ya podía explicar el recóndito lenguaje del camaleón que, con su larga lengua, levantaba las faldas a una campesina. Al final la única manera de sacar a Ico de su letargo era recitarle la lista de las herejías que el maestro se sabía de memoria.
- Bogomilos, Acéfalos, Maniqueos, Migecianos, Montanistas, Tascodrujitas, Catarfinianos, Quintilianos, Astotisitas, tertulianistas...
Era entonces, al escuchar esta letanía de un misterio que desconocía, cuando Ico -despertado del todo- se echaba de hinojos al suelo y sacaba su propio rosario canturreando el " ora pro nobis " detrás de cada uno de aquellos nombres que pronunciaba el maestro:
Paulicianos, ora pro nobis, Luciferinos, ora pro nobis, Ebionistas, ora pro nobis...Y así maestro y alumno en comunión perfecta terminaban un insólito rez; del que eran testigos silentes las figuras del antiguo saber: el roble hueco, la roca, los senos y la leche, el mar oscuro, la lanza de Longinos, las hojas de la coliflor, el girasol hermético, la rosa, el pozo y el atanor; el hornillo oculto de dos llamas.
Después de mucho meditarlo, de muchas conversaciones en la sacristía y en la sillería gótica, los dos únicos habitantes de la catedral habían llegado a una conclusión; dado el ambiente de guerra, los sueños premonitorios del visitante sobre la destrucción de las vidrieras de colores por los efectos de una bomba criminal, las habladurías de la gente sobre la próxima llegada de columnas anarquistas, lo mejor, sería copiarlas, pintar en exactísimas reproducciones los paneles de cristal, llevar al papel las vidrieras timpánicas del templo que, en realidad, eran oídos puestos hacia el cielo para escuchar los designios divinos.
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