jueves, 29 de enero de 2009

EL VIAJERO DE LAS HORAS

Su venganza fue pequeña.
El día doce mil seiscientos de fatigas se celebró un emotivo acto. El Jefe de Servicios, rodeado de algunos antiguos supervivientes, un par de jovencitos y una secretaria de toda confianza, le ofreció al súbdito una ridícula placa conmemorativa, que no era de plata, donde se expresaba la satisfacción de la empresa por la constante entrega del modélico trabajador después de una vida, después, querría decir, de una muerte, dedicada a su encomiable labor.
Él sólo pudo decir : "El trabajo ha sido vosotros". Luego, acompañado de aquel pequeño bebedero para pájaros, se marchó para siempre. En el lugar que abandonaba quedaba, como pegada en su silla de trabajo, una especie de sombra, una silueta difusa y el hueco reconocible de sus dedos en las teclas de la máquina de escribir.
Ese mismo día abandonó su piso alquilado. No se llevó ninguna maleta ni pertenencia. Antes de salir abrió los grifos del agua. Sólo pareció despedirle el gorjeo asmático de un canario.Sin embargo, una cosa había salvado del naufragio, sus doce relojes.
La calle Fuencarral le acogió entre sus amigables portales de pensiones dedicadas a viajeros estables y menos estables. Se fijó en uno de los rótulos que le pareció especialmente triste, especialmente hermoso: Pensión Vendimiadores Sorianos, baño en cada habitación.

Solis mendaces arguit horas repetía para sí el viajero de los relojes mientras disponía sus instrumentos de precisión sobre la mesa cuando regresaba del sagrado y cotidiano trabajo que se había impuesto. El tiempo, la condición y durabilidad de las cosas sujetas a mudanza, se convirtió en el único motivo para seguir viviendo de aquel administrativo jubilado que coleccionaba relojes, aunque también podía haber coleccionado gatos muertos metidos en cajas de zapatos -creo que a esa afición se le llama síndrome de Diógenes-.

La idea central de consistía en que el viajero de los relojes renegaba de la existencia de un tiempo coherente, para él, y esto no se podía discutir, cada reloj contenía en sí mismo todas las propiedades del tiempo; pero no todos los relojes poseían aquella habilidad, solamente los grandes y colectivos relojes puestos por los humanos en volandas sobre edificios administrativo, estaciones, garajes y otros inmuebles tenían en depósito aquella extraña virtud.

A lo largo de su vida, el viajero, había tenido muchos relojes; pero los acontecimientos propios del devenir humano y la larga y costosa enfermedad de la madre habían reducido la colección a doce relojes; cada uno de ellos con su propia personalidad. Dadas las ideas sustentadas por el dueño de los cronómetros era hasta natural que cada reloj llevara y sólo llevara la hora y el destino que le marcaba de forma fiduciaria uno de aquellos grandes relojes urbanos y cosmopolitas que adornaban calles y plazas, jardines y paseos. Así que el acto más importante, por no decir el único, con el que se enfrentaba el viajante de los días, era poner en hora cada uno de sus relojes con el que le correspondía y del que era servidor.

Salía de la pensión, que parecía que lloraba desde sus paredes empapeladas con una especie de tela con insignias de paramecios,una hora antes de las doce del mediodía con sus relojes a cuestas camino de un itinerario que , salvo cataclismos naturales, estaba determinado con auténtico espíritu militar.

La primera estación del itinerario era rápida ya que el reloj del Hospital Homeopático se encontraba más muerto que vivo...(continuará)

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