
Junto a mi casa hay una alberca llena de cañas. En otras estaciones, sobre todo en el otoño, comienza a llegar agua y más agua y cuando ya no puede admitir más, entonces, se derrama en el mar. Pero, mientras es primavera y es verano, la alberca se adormece y se convierte en un charco.
En agosto por aquí no croan las ranas, pero hay libélulas. Puras libélulas que dichosas cruzan de aquí para allá. Parece que quieren meter la cabeza en el agua , pero quiebran su vuelo como equilibristas y se meten raudas entre las barbadas cañas con sus siluetas jóvenes y paganas.
Para mí, estas libélulas son un motivo de raras alegrías. Hace muchos años que quien esto escribe no ha visto libélulas. Las dejó de ver en los años mozos, en los veraneos de los pueblos de la Ribera de León. Aquellos veranos cuando la infancia se bebe los colores de la tierra, en el tiempo en el que el cuerpo siente, como carne nueva que es, todos los sentimientos de la cálida tierra.
No es raro, entonces, que el que ahora persigue con la mirada esos insectos amables, de los que pese a su proximidad, se suele saber muy poco, recuerde las libélulas de su infancia cuando con sus hermanos iba a las acequias y a los ribazos del río a pescar cangrejos. Y, como una bocanada de recuerdos arbitrarios y un largo tiempo dormidos, el antiguo pescador de cangrejos mira las libélulas del tiempo de ahora que parece que tienen las alas hechas de vidrieras y siente una nostalgia por no se sabe qué: por lo indecible
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