sábado, 31 de enero de 2009

EL VIAJERO DE LAS HORAS (SEGUNDA PARTE)

(...La primera estación del itinerario era rápida ya que el reloj del Hospital Homeopático estaba más muerto que vivo...) así que su reloj correspondiente dormía plácidamente el sueño de los justos. A continuación, el reloj de la Adriática, seguros la Adriática, que daba hora a los sobrevivientes que remontaban la Plaza de España, como camelleros en el desierto, camino de la Gran Vía, tenía bajo su protección un pequeño aparato de bolsillo de origen inglés, muy a la moda de los bancarios de principio de siglo. Mientras lo ponía en hora y le daba cuerda mediante una llavecita de plata, el paseante recordaba aquella frase de Bodín que decía que el reloj era el instrumento metafísico del poder. El Omega, con caja de acero inoxidable, se ponía en relación con el gran reloj de la Telefónica, que da las horas más rojas a las noches de la ciudad.
La peregrinación horaria continuaba; no sin recordar, al paso del cultural edificio de Bellas Artes, los tiempos en que el humano regía su modesto destino con relojes de agua y de arena, como si la humanidad fuera un grupo de niños jugando en las playas de la existencia.
Un momento especial en el recorrido se producía cuando se llegaba a una capilla que tenía el reloj más raro del mundo. Nadie se explicaba si por culpa de algún fallo mecánico en su construcción, si por locura del relojero instalador, o por milagro grandísimo, aquel reloj clerical daba las horas al revés; es decir, que cuando el mundo y sus circunstancias iba, él venía. Era esta anti-hora objeto de especial veneración y de dulzura para el viajero y, su reloj correspondiente, era uno de repetición, regalo de una prima monja que se lo había traído de Jerusalén; en vez de horario con numeración romana, el reloj, tenía como pequeñas puntas de espino, y en el centro, en la intersección de las agujas, un motivo ilustrado del Huerto de Jetsemaní.
El gran reloj del Banco de España señalaba las horas sólo para millonarios, tenía como servidor un valioso cronómetro de oro y diamantes conservado a lo largo de los años por el viajero como la más preciosa de sus posesiones.
Continuaba la peregrinación por las sendas y las estaciones de las horas. La ciudad, entonces, parecía un eterno reloj solar y sus habitaciones parecían pequeñas agujas del segundero de la existencia.
El reloj del Palacio de Comunicaciones representaba el lado humorístico , por su contradicción del tiempo, pues siendo su naturaleza exacta, sin embargo pertenecía al gremio de Correos y Postas que, desde la prohibición del rito Escocés, antiguo y aceptado, era fama su eterno y proverbial retraso. Cumplido con este otro reloj el viajero enfilaba la calle de Zorrilla para, a través de una de las travesías de San Jerónimo, acceder con suficiente antelación como para tomar las doce horas del auténtico príncipe de los relojes. Para aquel sol de la relojería, situado en el Kilómetro cero de la capital, sacaba otra auténtica joya, una péndola de repetición que unía los dos relojes en una enigmática e íntima relación. El gran reloj de la Puerta del Sol había sido construido por el relojero Losada -cronometrista oficial de la corte de España e Inglaterra- y el reloj que él llevaba en las manos había pertenecido al sabio fabricante.
La leyenda del reloj era que había pertenecido al poeta José Zorrilla; pero que éste, acuciado por la necesidad, se lo había vendido a Losada en su exilio de Londres. Pues bien, era aquel mismo reloj el que ahora imperceptiblemente temblaba en las manos del viajero de las horas cuando, abierta su tapa de cristal de roca, procedía a ponerlo en hora y a darle cuerda con una diminuta llave. Pasada tan grande emoción, el viajero continuaba su ruta poniendo en hora el resto de los relojes. El pequeño aparato suizo, un reloj de mirada, en la intersección de la Plaza del Ángel con la calle de san Sebastián. El del Teatro Calderón, parado en las doce y cinco, casi tan parado como el propio teatro español. El de la Parroquia de la Santa Cruz, un reloj engastado en una torre de aspecto florentino. El reloj de la Casa de la Panadería, acompañado en su otra torreta gemela de un gran barómetro...
Ya iba el viajero completando sus otros relojes, de regreso a su pensión de la calle Fuencarral, y, cada reloj, latía con su propio corazón, casi como si fueran humanos.

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