
El visor electrónico dirige su mirada y descorre, como si fueran cortinas, las placas del infinito. Apunta sus lupas gigantes hacia las bolas rodantes, como en un juego, y, una vez encontrado el camino,entre nebulosas y constelaciones, endereza y concreta y acierta a dar entre los diferentes juegos de planetas con una esfera que nos es familiar. Y, una vez sobre ella, comienza a vislumbrar las espirales de nubes que se hacen y se deshacen, que se enroscan y se estiran como humo familiar; y, conociendo su poder, penetra más hasta el fondo, hasta los perfiles de los continentes y de las grandes selvas, de los desiertos y de las montañas. Su ojo estelar profundiza aún más y ya ve una geografía de ríos, un mapa de rostros antiguos y familiares. El astronauta ve lo que un día aprendió sobre los libros del colegio.
El solitario volador, entonces, comenzó a reconocer los tatuajes de la bola azul que rodaba por el espacio negro. Encontró familiar la línea fatigosa de la costa que se adivinaba entre una trenza de pelo de nube que se desplazaba desde la masa azul del mar y se metía como los dedos de una mano en la tierra firme. Ordenó a su ordenador una mayor aproximación y entró resueltamente, acotó el terreno, dejó atrás una montaña y penetró en un valle largo y anguloso, un valle que reconoció inmediatamente. Como si se hubiera caído desde el cielo, penetró más y vio las plantaciones y los pequeños bosquecillos dispuestos en las laderas. Ya no tuvo dudas, aquel de allí era el terreno donde su tío tenía el negocio de la chatarra. Estaba seguro de que la pequeña mancha roja situada junto a una raya amarillenta que trazaba un camino correspondía al tejado de su propia casa, y se asombró de que la ampolla de luz que tintineaba como un pequeño latido amarillo pertenecía a la ventana de la cocina.
Era una mañana de invierno mezcla de gris y azul diluido...(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario