miércoles, 18 de febrero de 2009

EL ENSEÑADOR (GUIAS DE TURISMO NO OFICIALES).- SEGUNDA PARTE Y ÚLTIMA-.

En una pequeña ermita que coronaba la cima de un emplazamiento que había sido una famosa ciudad de la antiguedad; es decir, una piedra labrada, un hueso carcomido, trozos de cerámica desparramados, muñones de una muralla fabricada con cantos rodados...Apareció, como de la nada, un enseñador. Apareció como descolgado de uno de los capiteles románicos donde caballeros y menestrales porfiaban por asomarse entre la selva de piedra de acónitos y acantos en flor. El hombre, nunca llegó a pronunciar una palabra, tan del pasado parecía, que lo único que se lograba sacar de él era una especie de gesto medieval, de gesto antiguo, configurado por unos labios color vasija romana. Finalmente, el enseñador, pertenecía a la clase rarísima de los enseñadores silenciosos.
Hizo una seña para que le siguiera y me llevó por aquellos lugares extremos de la Tierra. El enseñador, a veces, se paraba - no de hablar que de eso se había parado desde el mismo día de su nacimiento- sino de dar zancadas montesas. Entonces, con un gesto elocuente, mezcla de estatua y de sal, extendía un dedo con gesto generoso, como el que concede una vista panorámica del día de la Creación.
Después de un buen rato de subir y de bajar, de meterse y de salir, de penetrar y de estirarse entre los alveolo, llamados ruinas remotas, el hombre me condujo hacia un pequeño refugio. En aquel lugar, que debía ser su morada, me enseñó, en una cavidad de la pared, un cráneo que conservaba la mandíbula desencajada. Ante aquella especie de reliquia nos detuvimos, allí, ante el silencio pertinaz, se dudaba del motivo de aquella espera; si se trataba de demostrar una parábola del destino de la historia, o si se me estaba comunicando el cubículo de una hucha misionera, así que saqué mi cartera e introduje un donativo en aquella sonrisa de la muerte; entonces fue cuando pronunció las únicas palabras que , en el transcurrir de mis días, tengo muy presentes:
- El que quiera conservarse bueno y sano, que lleve la ropa del invierno en el verano.
También conocí un enseñador encantador y charlatán que llevaba treinta años mostrando, al que así lo deseaba, la afamada Cueva de Montesinos. Aquel enseñador tenía tanta devoción por su oficio que me juró que nunca, en el transcurso de tantos años, había faltado una sola vez a su cita, ni siquiera el día que nació su hija.
Los enseñadores proliferan en todas las latitudes del mundo, aunque escasean en las regiones del Norte y proliferan en los cálidos lugares del Sur.
Un enseñador árabe, que era todo él un enigma; desde el jersey de cuello vuelto, de vivísimo color violeta, hasta el lugar donde se encontraba, detrás de una columna arrumbada perteneciente al templo de Filae, dedicado a la enigmática, a su vez, Isis.
Ciertamente, Egipto es uno de los paraísos de los enseñadores de cosas. Sin embargo , el caso de este enseñador era diferente puesto que al contrario de otros congéneres que enseñan corredores subterráneos que no llevan a ningún sitio, criptas depojadas de cualquier clase de decoración, escaleras que suben a tejados sin ningún sentido; el nuestro, el de detrás de la columna, me condujo con palabras que sonaban zalameras hacia un terraplén donde crecían unos arbustos y, antes de que yo dijera nada, antes de que yo mismo me hubiera preguntado por el motivo de que me hubiera llevado a aquel emplazamiento, en principio, desprovisto de restos arqueológicos, pronunció, de una manera perfectamente latina, la palabra mimosas y, efectivamente, señalaba con un dedo en ángulo, como los pajes de los cuadros de batallas, las bolitas enracimadas de color amarillo que asomaban de los arbustos. De repente, me di cuenta de que aquel enseñador solitario, el enseñador de mimosas, era un enseñador de tipo talmúdico que mostraba aquellas flores raras de color misterioso como una metáfora de aquel templo femenino y sensual de Isis.
Como ya hemos manifestado, entre la hermandad de los enseñadores de cosas los hay de toda clase y condición; los hay tontos, y el más tonto es el que, no sabiendo lo trascendental de su oficio, cree que el tonto es el otro, el que se deja enseñar aquellas cosas absurdas -que él cree absurdas-, y en este juego que se establece; entre el que piensa que el tonto es el otro, hay un gran motivo de salud y de dicha sobre la alegoría de las antigüedades; de sus visitantes y de sus enseñadores.
Los enseñadores, para bien o para mal, ejercitan, aunque no lo sepan, un trabajo de tipo simbólico y de tipo alquímico pues lo que nos están queriendo decir es la clase de verdad que debe de importar. Al extraer el oro de los metales vulgares nos indican la clase de verdadero valor de las cosas que vemos. El enseñador, pone el dedo en la herida cuando relativiza el valor de las postrimerías. El enseñador, al mostrar la historia, desde un punto de vista inverosímil, solemniza el azar y nos deja ver una posible imagen de las infinitas que puede mostrar el espejo de la realidad.
Es por lo que allí donde encuentro la destartalada presencia de una ruina, los otoñales muñones de una piedra carcomida de una devastación cualquiera, o de los restos de algún irreconocible templo, palacio. iglesia o monumento, nidificado por las orugas y guarnecido por los coleópteros, busco con la mirada la compañía de un enseñador. Porque no hay acto más terrible en esta vida que estar solo ante la historia.

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