
Como es sabido, anfibios son el cocodrilo, la tortuga, la foca, la nutria -o tal vez no -, y sobre todo la rana. Y bien puede ser cierto lo de nuestro remoto origen dual, tierra-agua, cuando vemos la alegría con la que los veraneantes toman el sol en las playas y nadan entre las aguas y las olas del mar y de los ríos y del agua dulce de los lagos. El humano, como una rana de piel brillante, se zambulle en las aguas, y con la cabeza fuera y con los brazos alborotados, se agita y dispone a la manera en que lo hacen sus supuestos congéneres en los charcos y en los cenagales y manglares del mundo.
Bien puede ser que los cocodrilos sean también una especie de primos segundos de nuestra especie:
Sobre la arena, el horizonte aparece, singularmente, más próximo al objetivo de los ojos. Corresponde una mayor armonía entre la latitud de la tierra y las esferas acuáticas para el que, desde el suelo, tumbado o medio acostado, debajo de un parasol, lleno de anuncios publicitarios, admira extasiado los suntuosos escalones que forman las aguas al final del reino de los líquidos. Mientras todo esto sucede, Faetón, enloquecido, intenta controlar los grandes caballos del sol.
El humano, en sus dos manifestaciones más populares de hombre y de mujer, permanece convertido en un pacífico cocodrilo de mandíbula pequeña. Vislumbra, desde su posición original a ras de tierra, una nueva configuración de la geografía de la Tierra, y da la sensación que aquella sorprendente posición fuera, realmente, confortable, como si el rasero del paisaje que se muestra fuera mucho más conveniente en formas pequeñas y cercanas: La piedra, hecha una moneda por el agua, el muro de piedra, como si fuera una cordillera que separara las arenas de la carretera circundante... Allí, desde el suelo, la arena se hace una infinita sucesión de alveolos ínfimos y, de repente, se comprende que la superficie del mar ya no es una superficie, como pareciera, sino una masa corpórea que parece caerse desde sí misma y se pronuncia y se distiende y se hace más blanca, como si el infinito océano nos enseñara una parte oculta de sí mismo, la cara oculta del mar.
Cuando el sol lanza sus rayos puntiagudos, mientras vivifica con su calor a las lechugas siderales y a las petunias, los humanos salen de su sesteo horizontal y abren los ojos sobre la candente arena y deciden dirigirse hacia el mar.Entonces, de repente, pareciera que todos aquellos, echados sobre la tierra en polvo, los niños con sus gorros de colores, las madres con la melena ceñida por una cinta de algodón, los padres, aletargados dentro de sus gafas oscilatorias de espejo negro, parece, entonces, que todos ellos y al mismo tiempo , van a comenzar a deslizarse hacia el mar: primero meterán la cabeza, luego el cuerpo sostenido por los combados brazos en luxación, parecerá que se van a quedar allí, entre las aguas, con sus cabezas asomadas sobre el gran balcón del espejo líquido: los niños con sus gorros, las madres con sus melenas tornasoladas, los varones y padres con sus gafas reflectantes.
También, como en las migraciones de los animales, de repente, una llamada natural, prescrita por los equinoccios, todos como en bandada abandonan el cálido lugar del verano.(CONTINUARá...)
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