jueves, 5 de febrero de 2009

UNA PARADOJA ESPACIAL. (TERCERA PARTE , Y ULTIMA)

El invierno es el tiempo en que cuando tocas el suelo helado del camino, los cuervos, que están esperando en las ramas hieráticas de los álamos, saltan hacia el cielo con sus toses de ancianos y es su color negro una mancha que permanece prendida en el firmamento de la mañana y eso resume el invierno: el vuelo negro de los cuervos en un cielo blanco y ceniza. Nosotros estamos caminando por el sendero, entre las señales de la helada, con nuestros bocadillos metidos en la bolsa sujeta a la muñeca con una cinta blanca y los libros sujetos mediante un cinturón de cuero. Mientras andamos, el remolino se ha quedado como dormido en la entrada de la chatarrería esperando, como un ladrón, el menor descuido para llevarse el muñeco Michelín que un día le regaló a mi tío un representante de comercio, cuando todavía se vendían a los granjeros repuestos de neumáticos para sus camionetas.
Me estoy viendo caminar hacia la escuela con mis libros atados y mi bolsa del almuerzo. Y esta imagen resume un tiempo de vida. Entonces, el invierno, para siempre, se compone de manchas negras en el cielo, de carcajadas de los cuervos, del frío que parece irrespirable, los abrigos, los guantes, el suelo duro.
¿Qué sonido produce la Tierra ? Desde aquí me hago la pregunta. Qué sonido hará la frotación en el espacio, todo el agua golpeante, las bandas de música, los gritos y las voces de todos los seres humanos. ¿Qué ruido hará la Tierra en un solo minuto? La llamada de todas las madres preguntando dónde está su hijo, todo el sonido del que es capaz el mundo, el ruido de los disparos, la música de las campanas o de los que rezan y el rugido de las fieras y el desplazamiento de los glaciares. ¿Cómo será todo este sonido junto?
El que vaga como yo por el espacio debería conocer el sonido de cada mundo; pero el sonido de todo, de las galaxias y de los planetas es, en realidad, una especie de voz de chicharra cantando en la inmensidad ciega.
Hoy mi madre ha depositado en mi mano la moneda de la paga de los domingos y yo me he ido al pueblo. Y yo me veo a mi mismo hacer ejercicios con la moneda, pasarla entre los dedos, lanzarla hacia el cielo. Me veo elegir entre la maraña de caminos y de rutas, uno de entre ellos y dirigirme al pueblo y allí, en la plaza, ponerme junto al vendedor de globos que con una botella de hidrógeno está llenando globos de colores que , luego, va atando a un largo palo sujeto al suelo con un trípode de hierro. Yo me pongo junto a él para ver las operaciones de llenado, su gesto hábil al hacer el nudo. Yo espero, en el fondo, por eso estoy allí, que uno de los globos que hincha en la boca de acero de la botella estalle. Y parece que siempre van a estallar cuando el globo se hace transparente, cuando ya no puede más de gas; pero nunca estallan. Yo le compraba aquellos más hinchados y después de pasearme un rato los soltaba, me gustaba verlos elevarse hacia el firmamento hasta que se perdían entre la claridad. Entonces yo pensaba si el globo ya habría llegado a alguna estrella, o a la estela de algún cometa errante.
Un día, uno de aquellos remolinos que periódicamente aparecían logró apoderarse del muñeco Michelín. Aquel día yo cogía el autobús para irme de mi casa . Sólo recuerdo que desde la ventanilla veía cómo el torbellino se llevaba al muñeco entre sus anillos de polvo. El muñeco se despidió de mí , mientras era elevado, como si fuera un juguete del viento.
Puedo ver al muñeco blanco con sus rodetes de gordura neumática navegar por el día violeta. Puedo ver cómo el autobús de línea se marcha mientras yo me despido del que se aleja.
Miré hacia afuera, y era como si estuviera en un océano de plomo negro sin horizonte, sólo allá abajo la gran esfera de la Tierra, con sus colores y sus nubes flagelantes, parecía dar algún equilibrio al vértigo infinito que se apoderaba de mí. Me miré las manos y los brazos, enfundados en la escafandra, y los vi inundados de luz, mientras lo demás era negro, y lo mismo sucedía con la nave espacial que detrás de mí parecía una bombilla encendida y estaban los soles esparcidos y por allí infinitas luces de linterna y toda aquella limpieza fría del espacio y estaba yo sentado como en el brocal del pozo de la existencia, a punto de arrojarme en lo más profundo de aquella masa de vacío absoluto. Y, entonces, abrí los brazos y sonreí, como si fuera un muñeco hecho con neumáticos, como una pelota rodé por el espacio mientras veía transcurrir toda mi vida allí debajo. Y el espacio era éso, un tubo dilatado negro en cuyo fondo había una masa de agua turbia y negra a la, necesariamente, que tenía que bajar.

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