(van bajando nuevos pobladores: los buscadores de tesoros...)
Van bajando a competir con las olas de otoño que revuelven frenéticas la arena, como si fueran una jovencita que hubiera perdido una sortija en la playa, como si en los días azules del verano las olas se hubiesen dejado un collar de perlas abandonado después de los delirios de la noche.
Llega el buscador de tesoros, al final de la tarde, y con su detector de metales, aplicado por medio de unos auriculares a sus oídos, pasea su máquina con aplicación y esmero por entre el espacio de las arenas.
Puede parecer, a ojos de un extraño, que el que lleva el artilugio, que semeja un aspirador con una boca redonda de color azul, puede parecer que esté rastreando las arenas, limpiando, por orden gubernativa, las playas de cualquier cosa que no sea arena. Puede parecer, al observador que desconozca el menester del hombre que , una y otra vez, pasea la peana del artefacto de aquí para allá, que sea un agricultor de la arena, un labrador que, de alguna forma oscura, esté labrando las arenas para plantar especies raras y remotas que vivan sin piedad y sin agua. Puede parecer un loco, un astronauta, un científico después de un desastre nuclear. Pero lo que este hombre está haciendo, en realidad, deslizándose como una bailarina o como un soldado en un campo de minas, es buscar mercancías perdidas en el transcurso del bello verano. Pues se sabe que las doncellas y las mujeres casadas van a tomar el sol llenas de cadenas y pulseras, de medallas, de pendientes, de amuletos, de sortijas. Pero en las contorsiones, en el juego, algunos de estos fetiches se desprenden como pétalos de una flor carnal; se pierden y se deslizan y se filtran en el profundo pozo de la arena de la playa. Es el sol, entonces, la arena y los zarcillos de oro una misma sustancia: el sol, la arena y el oro esparcido; luminarias de los espacios secretos del interior de la tierra.
El buscador de tesoros camina por la playa como quien escucha la conversación de la arena; también, como un médico geólogo que ausculta a un paciente, los pulmones de las hondonadas, los pechos de las altitudes, del regazo maternal de la playa.
Va el buscador con su detector de metales y absorto mira las señales que en el manillar produce una oscilatoria aguja. Y, de repente, como un delator, la aguja se endereza y se pone de pie ante uno de los vértices del medidor y, al propio tiempo, llega a los oídos un pitido, un silbido que avisa de la proximidad de un tesoro en forma de metal hundido entre las arenas. El buscador, como un cazador original, como un pescador de tierra, hinca sus rodillas y rastrea con las manos, como si introdujera una red en el submarino mundo, como si acariciase los cabellos de la playa.
El rastreador puede encontrar, en el curso de sus investigaciones, una colección de objetos absurdos: imperdibles, cacerolas, clavos, latas vacías; pero también puede encontrar oro, auténtico oro en forma de collar o de pulsera.
Va el buscador de tesoros con su artefacto, con su radar de metales inspeccionando la longitud de la tarde. Por sus auriculares, a veces, se filtran, por culpa de los diodos o de la humedad que se pega en los receptáculos de porcelana y de sílice, las conversaciones que pronuncian los trasatlánticos que, con sus luces encendidas, cruzan los océanos con sus cargamentos de parejas de enamorados. Pueden ser conversaciones de amantes; pero, también, músicas tropicales tocadas por marinos borrachos que no soportan tanto amor inmediato y, entonces, claman por los amores recordados. Tocan los marinos con un acordeón enfermo de tuberculosis, con un acordeón con el hígado atravesado por culpa del ron del Caribe.
El rastreador va haciendo su recorrido sin dejar nada del suelo, de la arena, sin comprobar. Hubo años que llegó a encontrar cientos de monedas de todos los países y de todos los valores, llegó a encontrar cubiertos de plata y mucho oro. Pero, ahora, está en una nueva vuelta, andando por una especie de línea imaginaria que cruza, a todo lo largo, la extensión de la playa: una especie de surco interminable. De repente, el aparato parece volverse loco y ya no es sólo la aguja del marcador que se agita dramáticamente, es el auricular que transmite un intenso pitido, que chilla como un viejo marino subido al palo mayor que hubiera divisado tierra. El buscador de tesoros se queda clavado en el lugar donde repiquetean las alarmas y, nervioso, se sitúa sobre el lugar de las resonancias y ya se ve sosteniendo entre sus manos un arca de monedas de oro, tal vez, enterradas por tripulaciones corsarias o, mejor, salidas de la barriga de un galeón.
Se admira, el minero del sonido, de las muestras del medidor y ,piensa, que nunca ha visto algo igual a lo largo de su carrera de buscador de metales preciosos en las playas de moda. Entonces, se pone a excavar con la mano, pero no alcanza a tocar nada, así que ansioso y ayudándose, esta vez, de brazos y manos entra en la blandura de la arena como un pescador dentro del agua. Por fin, uno de los dedos toca el metal y, con gran esfuerzo, logra ir abriendo una trinchera para poder observar el fondo. Unos eslabones de una gruesa cadena aparecen en la profundidad y , aunque el buscador se lamenta para sí de que no sea un tesoro de verdad, prende en él la legítima semilla de la curiosidad y , abriendo más hueco, se da cuenta que la cadena enterrada continúa su camino por debajo de la arena. Así que vuelve a su casa y regresa con una pala para seguir explorando la extensión del hallazgo.
Trabaja el buscador con ahinco, aunque la luz es ya muy escasa. Ha rescatado un buen tramo de la gruesa cadena, gruesa como un brazo con los eslabones comidos por la humedad. Como un gran gusano la cadena atraviesa toda la playa y va, al final, a introducirse en el mar. Piensa en volver al pueblo y encontrar ayuda. Su imaginación revolotea sobre las posibilidades de aquella extraña cadena: ¿Será la cadena de un barco hundido ?, un templo, cañones... Piensa el buscador que en su imaginación se presenta la figura de un gigante que tomando el sal hubiera perdido la cadena de su reloj. Un Gulliver veraneante de las playas.
Al poco, el buscador regresa al lugar de las operaciones. Trae, en esta ocasión, su tractor y viene acompañado por un vecino que trae otro vehículo de labranza y, aunque la noche se ha hecho del todo, ayudados por los faros, cuyas luces redondas penetran en la espesura del mar. Finalmente, atan la cadena de manera que ambos tractores puedan tirar al mismo tiempo.
Un ruido crispado se levanta de las articulaciones de los grandes eslabones y, por producto del sostenido impulso, poco a poco, la cadena se va tensando hasta quedar enderezada, como una maroma que sujetara un barco. Vuelven, los tractores a redoblar su esfuerzo, pero parece claro que un algo invisible sujeta la cadena desde las profundidades del mar. Porfían las máquinas en el terrible pulso, con sus ruedas gigantes que parecen no poderse sujetar al suelo. Como caballos mitológicos piafan mientras los vehículos parecen encabritarse y levantarse de la tierra. Cuando ya parece que la cadena va a ceder y romperse, porque ya no soporta el terrible tirón, de pronto, se oye con claridad en el silencio de la noche, sólo roto por los latigazos de las olas, se oye un sonido que es un PLOP: oscuro, secreto y húmedo.
Algo sucede, entonces, porque la cadena liberada de su opresión última carece ya de rigidez y descansa vencida, como una culebra muerta, por encima de la arena. Pero, además, otra cosa sucede en el mar, parece como si de pronto un bajamar pronunciado, un sistólico movimiento general de retirada hubiera comenzado a producirse, y las aguas se van apretando contra la oscuridad de su tiempo. Pero esta retirada repentina no parece terminar y el abandono avanza y avanza.
Con las luces iluminando la lejanía, algo parece ocurrir, puesto que el mar se ha formado militarmente en una gigantesca espiral que produce el ruido de cien cataratas. Da la sensación que las aguas en su remolino gigante escapasen por una tubería inmensa, una tubería escondida que recorriera los estadios internos del interior del mundo.
Cuando pasa la noche y llega la claridad de la mañana, el buscador observa atónito que ya no hay mar; que donde antes habitaban las aguas, ahora, hay un enorme lodazal serpenteado por la cadena cubierta de barbas de algas marinas que se distancia y se pierde muy al fondo, muy lejos. Y si el buscador hubiera querido aproximarse hasta el lugar último hubiera podido ver que un enorme tapón había saltado de su lugar dejando al descubierto una terrible caverna que , de alguna manera, se había tragado todos los océanos del mundo.
Pero al mismo tiempo y entonces y por lo mismo se escuchó procedente del espacio una especie de voz iluminada, una voz de todo lo de fuera parecido a un eco de otros mundos o un estertor de gruta o de abismo que se colara en el vacío.
Entonces, pudieron oír.
- ¿ Quién ha abierto el acuario ?.
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