(...todos como en bandada abandonan el cálido lugar del verano)
Cuando las playas se quedan vacías, con esa extraña soledad que tiene lo que poco antes fue ocupado por tantos cuerpos, la misma clase de soledad que producen las estaciones de los trenes en el invierno cuando en sus andenes sólo un perro triste cruza veloz las luces flacas, con la misma sensación de soledad que sentimos ante un teatro vacío.
Cuando en las playas ya no habita nadie, el mar se convierte en una lámina de acero bruñido acariciada por la mano del sol que ya se ha puesto los guantes. En este tiempo nuevo, algunos objetos, algunas materias se quedan perdidos. Porque las playas, entonces, son grandes cementerios a donde van a parar los restos del verano. No sólo son conchas abandonadas que, como cáscaras de nácar, parecen esos papeles impresos que caen al suelo y siempre se quedan visibles sobre el asfalto por su cara vacía; el mar entrega a la tierra pequeñas monedas de brillos sutiles, es el donativo, la limosna, que concede el agua a los espacios de la muerte. Pero, no sólo las algas quedan cosidas a la arena formando, con sus hilos perfumados de sal y nitrato, una rara alfombra oriental; también se hilan las maderas y los tejidos irreconocibles que proceden de barcos naufragados. Al fin y al cabo, lo que llega a las playas vacías son los restos del gran naufragio de la vida: la pluma de la gaviota que un día nos miró desde la altura.
Sobre la arena quedan esparcidos, también, algunos objetos litúrgicos del reino de los hombres: el oro caído de las niñas núbiles que buscan, en la plenitud de sus días, el abrazo cautivo, el beso recordado que dormirá en las noches de invierno. También queda una sandalia blanca hecha de pequeñas tiras de una goma álbea y translúcida, una sandalia que es como un pequeño esqueleto, el resto abandonado de la aventura de un niño. Una sandalia que representa los huesos de todos los niños; de un niño escondido en el mar con la piel mordida por el agua salobre, una sandalia que es como un pequeño suicida.
En las playas hubo también, por un momento, un recuerdo para los que penan errantes por el mundo, para esos seres obligados a perseguir la vida desde su apariencia de sombras de la propia vida. Y pensamos que son de otro mundo, cuando en la plenitud de los días de playa aparece una jovencita de blancura de leche. Parecen, entonces, figuritas de porcelana que se mueven delicadamente entre los torsos de los gimnastas y de los atletas horizontales, entre los gimnastas de fuego y las mujeres contorsionistas que, como girasoles de carne, se van moviendo al compás del camino del sol fugitivo. También la figura blanca, con su transparencia material y su opacidad de carne espiritual, se pasea entre las carnes germinadas de la playa.
Las figuras blancas y transparentes que se mueven entre los bañistas son seres fantasmales, son almas en pena que veranean por prescripción de su condición, que persiguen a los mortales, también, en el mes de agosto. Estas adolescentes de color de libélula, siempre, a pesar del paso de los días de sol ardiente, seguirán con su blancura original; esperarán a que los habitantes de la vida se hayan ido para poder regresar a las moradas de piedra de los acantilados de Dóver, o a sus castillos esmaltados de las grandes montañas. Son, difuntos condenados, condenados a permanecer completamente blancos y transparentes en las playas del mundo: como los pequeños huesos de sepia, como las pequeñas conchas ahogadas.
Cuando las playas han quedado definitivamente vacías, van llegando nuevos pobladores: los buscadores de tesoros...(CONTINUARA)
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