martes, 1 de diciembre de 2009

SPLENDET FRANGITUR -4 Y ÚLTIMA- EN CAPITULOS ANTERIORES DEJAMOS A NUESTRO HEROE HUMILLADO Y DERROTADO DESPUES DE SU AVENTURA CON LA BAÑISTA

(EN CAPÍTULOS ANTERIORES DEJAMOS A NUESTRO HÉROE HUMILLADO Y DERROTADO DESPUÉS DE SU AVENTURA CON LA BAÑISTA. EL HALLAZGO DE UN ANILLO PARECE QUE TRAE A LA VIDA DEL VERANEANTE DEL AMOR NUEVOS MOTIVOS DE FELICIDAD. PERO LA DICHA, LA ESPERANZA, SON BIENES, COMO SE SABE, PERECEDEROS. LO VEREMOS AHORA.)



Medita el joven, mientras se dispone a acostarse, en el azar y sus circunstancias, sobre las circunstancias y el azar, también se acuerda de refranes sobre la mudanza de la suerte, refranes que suelen ser el mejor ejercicio para esperar siempre lo peor. Automáticamente se quita el anillo y se queda mirándolo y, aunque apenas hay más luz que la que sale de una discreta lámpara de noche, parece salir de su interior un destello luminoso de color azul que irradia optimismo a su alma normalmente acongojada y, mientras su cabeza se inunda por el sueño, da vueltas al significado de la divisa que encierra el diamante y, por un instante, vuelve a ver a su propietario, y un ramalazo de aprensión, de remordimiento y culpa le invade; pero, apagada la luz, parece que su alma se serena y apartado todo despecho duerme tutelado hasta que el despertador le llama, le da los buenos días y le manda al trabajo.
No suele, quitando aquel día, ponerse el anillo para salir a la calle y es porque no se acuerda o porque su ilegítima posesión , en el fondo, le desazona y es preferible tenerlo metido en un cajón que llevarlo puesto -por lo que pueda pasar-. Pero el tiempo, como es sabido, es como polvo que cae y cubre lo malo antiguo por lo bueno nuevo.
Sucede que un día, invitado a una fiesta, recuerda que tiene un hermoso anillo de diamante. Ya desde el principio parece cosa de encantamiento, pues a pesar de su discreta fortuna y prendas personales -como ya sabemos-, a pesar que necesita de larga conversación y tiempo para conseguir lo que a los otros les cuesta el plazo de un saludo y una insinuación deshonesta; pero hoy, en la fiesta, parece que todo el mundo se ha vuelto loco y los anfitriones le presentan con toda consideración y, como se dice, se convierte en el centro de la reunión y cualquier cosa que él dice, lo que ayer eran simples palabras rituales del diálogo, en esta hora que parece mágica, se transmuta en profundos conceptos pertenecientes a los dotados de gran ingenio y espíritu elevado. Incluso la más bella de la fiesta, que lleva un traje de terciopelo negro para mayor esplendor de la carne que se asoma, no deja nunca de estar a su lado y sonríe y se admira melosa. Y en la vorágine del éxito nuestro héroe se pregunta por lo que está ocurriendo, y si realmente ocurre algo, de qué se trata. Y es entonces cuando como un rayo se cruza en su cerebro la idea del anillo y, entonces, lo relaciona todo: aquella vez que se lo puso y lo que ocurrió, y aunque cuesta creerlo llega a la conclusión que aquel cristal coronado de luz es sortija mágica y, aunque no es crédulo, se impone sobre la razón el mérito de los acontecimientos.
Desde entonces, han pasado muchos años. La vida ha sido para él, desde aquellos lejanos días, una continua subida a la montaña del éxito. Nada de lo emprendido, desde entonces, le ha salido mal; sus amistades son legión, su fortuna envidiable, su posición social la más alta, su salud inquebrantable y su físico, aunque lo desmienta su fecha de nacimiento y toda su generación que ya ha desaparecido, es el de un hombre bien conservado y joven -en su grado justo- aunque se haya dejado una barba señorial. Pero si lo piensa bien ya han pasado setenta años desde el momento en que encontró el anillo que cambió su destino.
No sabe muy bien porqué, en aquella ocasión, le entraron ganas de pasar unos días junto al mar. Hace ya muchos años que no ha ido a la playa; las múltiples ocupaciones, los viajes, su nueva vida lo ha impedido. Tal vez ha sido idea de su joven esposa y aunque es ya su quinto matrimonio esto no significa, según su punto de vista, fracaso sino renovación y ventura.
Hace un calor turbio que presagia tormenta. Es el atardecer y el cielo se ha cubierto de un color plomizo que parece esconder con luz oscura el firmamento. No se siente enfermo, pero nota una especie de ahogo, tal vez la presión barométrica, que le decide a salir del apartamento y dar una vuelta por la playa. El mar está con la calma de un sable; pero, de vez en cuando, se levantan rachas de viento que, por un instante, muestran el desasosiego de las aguas y hacen mover, con su sonido característico, las grandes ramas de las palmeras y de los árboles que habitan cerca de la playa. Ahora se para, y se fija en el brillo del diamante que parece haberse contagiado del color de la tormenta en ciernes. Camina unos pasos, mira a un lado y a otro y, de pronto, reconoce aquel lugar y se cerciora, por la forma de la playa y por el general paisaje, que es aquel el sitio donde pasó aquel verano. Las imágenes del recuerdo, le devuelven, por un momento, a aquellos días y ve junto a él, echada en la arena, a aquella centroeuropea y siente que le llama y que le sonríe y, repentinamente, le penetra una sensación de angustia y de un agotamiento infinito. Entonces, mira su mano y ve con horror que el anillo ha desaparecido. Busca con furor por todos sitios, remueve con denuedo las arenas circundantes, hace el camino varias veces: pero el anillo no aparece. Mientras, la noche se extiende por el cielo y comienzan a caer gotas gruesas de una tormenta que avanza.
El ruido de los truenos pone en fuga a los últimos bañistas de la playa; una joven rubia y un muchacho que parecen correr para ponerse a salvo de la lluvia. Y el anciano, que sabe que ya no encontrará su anillo, se va de la playa y cuando entra en el camino que le lleva al hotel, un perro enfurecido se precipita y, desde detrás de la valla, le enseña los dientes, ladra con convicción y de los belfos surge abundante espuma. El aguacero arrecia y de los canalones de las primeras casas sale un torrente de agua que va inundando el camino.

jueves, 26 de noviembre de 2009

SPLENDET FRANGITUR - 3 -

Y así pasa el verano. La soledad, que era carga liviana cuando se traía sobre los hombros desde la ciudad, pesa ahora, con cada día. La playa se convierte en suplicio y como sobre potro de tortura pena el solitario. Ocurre, entonces, que junto a la bella echada aparece una mañana un otro germano de atlética apostura que por la simplicidad del trato indica que conoce sin complejos todos los secretos de la hermosa ondina.
Apurado el optimismo y con la vista puesta en el retorno padece el veraneante del amor los últimos días de sus vacaciones en la playa. Y , cuando se va extinguiendo el atardecer de su último día, y cuando ya, mentalmente, se prepara para el regreso a la desesperación de lo habitual, contempla, cuando ya el cielo se difumina en la plataforma del horizonte en un rojo esmalte, la presencia de un hombre que parece buscar entre las arenas algo que ha perdido y, como no tiene otra cosa mejor que hacer, sigue las evoluciones que realiza aquel hombre que por sus barbas blancas y la languidez y falta de musculatura denota ser muy viejo. Por la preocupación que expresa el anciano y por las impetraciones que pronuncia, así como lo exaltado de la búsqueda, colige, el que observa, que alguna cosa de extraordinario valor ha perdido y aunque se dispone a intervenir en la pesquisa resuelve, a instancias de su frustración, esperar a que se marche y buscar y encontrar él mismo lo que de valor, seguramente, se ha perdido. Sigue la exploración infecunda de aquél y ya apenas queda un latido de luz cuando el abatido anciano deja la playa, se retira y marcha y , a lo lejos, se puede oír los ladridos de un perro que parece perseguir a voces una luna enorme, como la que ven los astronautas en sus paseos por el espacio.
Será al alba cuando, antes de emprender su retorno a casa, el veraneante solitario se acerque a la playa y busque el lugar donde buscaba el viejo y allí llegado, mira y remira y mete la mano y aunque no tiene idea de lo que sea se perdiera, imagina una pulsera de oro o medalla zodiacal o reloj de precisión; pero como nada encuentra se dispone, ya, a marchar cuando su vista tropieza con algo que lanza un destello entre las protuberancias de las arenas, como una línea de luz directa que lanzara un faro, y de aquellas olas minerales rescata una sortija cuyo oro circular sostiene y engarza en su corona lo que parece un diamante. Contento, entonces, como si el hallazgo fuera una señal de reconciliación con la vida, como si se repararan los males y quebrantos del alma y de la derrota y de que la vida, en el fondo, es justa y distributiva, camina hasta donde tiene el coche preparado con todo el equipaje para el retorno y, observa, curiosamente, que el perro guardián que todos los días le gruñe y expectora enseñándole la malignidad de su dentadura de presa, hoy, a su paso, no sólo no ladra sino que ufano y contento menea el rabo y parece querer lamerle con su larga lengua que chupa los poliedros de la tela metálica que separa la finca de la primera línea de arena, como si fuera un helado.
El primer día de trabajo es, como se sabe pasa, una tímida sonrisa que se reparte entre todo el personal de la planta que está a la faena y se admira, en alguna voz que surge espontánea, el tornasol de su cara y se disimula, desde la lejanía, con los más amigos, con una mirada cómplice que quiere decirlo todo y no decir nada.
Las malas noticias se han ido acumulando sobre la madera de su pupitre, como si la fatalidad no cogiera vacaciones, nuevos reglamentos, un acordeón de informes y noticias inquietantes que sobrevuelan la atmósfera del despacho como la sombra de un murciélago.
- Ha caído el subdirector .
- Se dice que te trasladan a la sección del depósito.
El mismísimo conserje cuando entrega el correo de la mañana toma una actitud sospechosa y hostil. Pero , como el quinto día de la creación se planeó contra su persona, piensa, ya nada importa y todo da igual y, lo mismo, en su casa, cuando llega, y enchufa la televisión los canales no funcionan y la correspondencia acumulada es un repertorio de cartas oficiales amenazantes que reclaman todo tipo de pagos y , lo mismo, los bancos le anuncian persecuciones sin tasa y castigos sin cuento, advierten, que ya no aguardan más con la hipoteca y, juran, le arrebatarán el piso y se lo quedarán y, además, contribuciones, impuestos, multas de tráfico y hasta el recordatorio de la defunción de un compañero de carrera donde la viuda escribe de puño y letra: tenía tus mismos años... Pero así es la vida, nadie nos prometió venir aquí para ser felices, y para el que ha sido bautizado en las aguas bautismales de la amargura nunca hay descanso, ni hay perdón ni consuelo ni remedio.
Otro día, sale de su casa y pregunta a un amigo joyero por el valor de la sortija encontrada y aquél mira con la lupa incrustada en el ojo, como si fuera la mirada de un cangrejo, admira el brillante, da un silbido y explica que - la piedra - es antigua y bien tallada; pero que, desgraciadamente, carece de valor comercial, y cuando se le piden más explicaciones, entrega, sin más, la lupa y con un gesto indica que mire él...Y mientras se hace con el túnel de geometría hipnótica de la luz blanca que parece retener el cuarzo puro, observa unas letras que parecen talladas en el fondo del pozo brillante y que dicen, splendet frangitur, y ante su cara de no entender nada, su amigo el joyero le explica las dificultades de vender un anillo con divisa y que, tal vez, un coleccionista... por la rareza. Con la convicción de que aquella joya no vale nada, sale de la tienda del oro y, mientras va por la calle, casi por automatismo, se mete el anillo en el dedo, que parece como si hubiera estado allí alojado toda la vida, y regresa a su casa.
Ya nota algo raro cuando el portero zalamero acude a abrirle la puerta, lo que normalmente no sucede, y es saludado con su nombre de pila y un don delante que suena a timbre de puerta, detalles que asombran al que nunca da propina en los venturosos días de navidad. Atraviesa, camino del ascensor, un vestíbulo donde un cuadro iluminado por una pequeña linterna, como en los museos, muestra una cacería de ciervos en un claro del bosque, y mientras transita calcula mentalmente el tiempo que queda para la noche buena y no da con la clave de la inesperada amabilidad del portero y cuando penetra en el ascensor resulta que, antes de cerrar, sube la joven vecina, la que nunca le ha prestado mayor atención, pese a sus numerosos intentos de seducirla en un minuto y es ella, esta vez, la que parlotea y pregunta y encantada mira y hasta le invita a su casa; pero como gato escaldado, el vecino toma distancia y tiempo para reponerse de la sorpresa y, dando explicaciones poco gloriosas, deja que se escape en la siguiente estación mientras él se retira meditabundo. Y, ya en su patrimonio, defendido por una puerta de seguridad del delirio del mundo, comprueba que en el contestador telefónico hay varias llamadas y, cosa extraordinaria, todas ellas positivas y optimistas; varios amigos cuya relación creía perdida en los pasillos del tiempo quieren verle, su madre encantadora le absuelve de no haber pasado por la casa paterna durante todo aquel tiempo y, hasta, una voz femenina invitándole a la inauguración de una exposición de arte caníbal. (continuará...)

sábado, 21 de noviembre de 2009

SPLENDET FRANGITUR 2

Había venido solo al mar. Solo, quería decir no traer compañía a propósito, en su caso se trataba de aplicar la ciencia antigua del varón; el amor fortuito, el amor fugaz que no dura y que no ata; la ambrosía sin piel, el licor sin consecuencias, el amor sin día siguiente, el beneficio sin trabajo. El no era sembrador sino recolector.

Caminaba hacia la playa, desde los apartamentos blancos, con su soledad repleta de esperanza. Los útiles del trabajo de verano engordaban una bolsa negra: las gafas refractarias, la toalla embellecida y , también, un repertorio de bronceadores, aceites deslizantes, gafas de buceo, aletas de hombre rana, tubo de respiración; materiales que hacían presagiar infinitas aventuras submarinas, legendarias escaramuzas subacuáticas muy en contrapunto con la playa dilatada y las aguas calmas como las de un lago que tenía bajo sus pies. Pero el veraneante insatisfecho practica recomendaciones de literatura de auto ayuda y piensa que el tubo saliente y el sospechoso perfil de la aleta negra saliendo cual lengua de la bolsa de transporte hacen presumir que aquel que lo lleva pertenece al género de hombre corazón viril y fortaleza de ánimo, que es del todo diferente, por decir algo, al que lleva un periódico, un flotador, una silla o, simplemente, una sombrilla que con su halo protector simula la salita de estar de la morada de un ciudadano tan respetable como acabado.

Pasan rápidos los primeros días entre aprender el camino de la playa, saberse los recorridos hacia el lugar de las especias, inspeccionar los elementos constitutivos de la casa de verano, atisbar el vecindario y, también, elegir el lugar propicio de la playa, el sitio ideal, el que va a ser observatorio y laboratorio de las pasiones; lugar que ha de reunir las necesarias condiciones, aunque al final, como en los santos mandamientos, todo se resuma a una única y absoluta condición: que el lugar sea donde habita y mora la posible conquista: la escurridiza danesa, la porfiada inglesa o la flamígera germana. Y es habilidad del cazador acertar, por las reglas de la semiología y del estructuralismo, con aquella que no tenga otra solicitud y compromiso que apurar a sorbos nuestro sol y la brisa del verano.

Y cuando el veraneante insatisfecho se encuentra la verdadera estatua de arena caliente ya sólo quedará descorrer la cortina del verano, tomar lugar como conquistador de verdad de las olas y del voluntarioso cielo azul que todo lo cubre, que cubre toda aquella geografía de promontorios, disfrazadas caletas y suavidad del continente que se cimbrea que se eleva que se hace fractal por todo el lugar de la vista...Y, entonces, ¡ que comience la representación !



Aposentado en su estratégico lugar del verano, el solitario, ya metido a pleno rendimiento en el calendario laboral de la conquista, practica su arte que, como es sabido, no consiste en otra cosa que en vigilar y esperar, en permanecer y estar, en estar y ser, pero ser sin parecer y, sobre todo, como dicen los cazadores : no levantar la presa. Y la presa, no se levanta sino que permanece ante la presencia anhelante del cazador del verano - que ha invadido su territorio íntimo de forma tan notoria-. Se deduce que la cosa no va a ser fácil. Se puede comprobar que la captura se retrasa y ni siquiera la recompensa de una mirada, que sería lógico que se produjera en uno de esos momentos en los que la belleza rubia gira sobre si misma, gira como un San Lorenzo pagano y es gracia que mientas a aquélla el sol solo parece ser compañía y juego, para él, el veraneante conquistador, es fuente de hostilidad como si de llamas se trataran, como llamas sin pausa ni reposo.

Pasan los días y el inalterable espectáculo de la playa sigue sin variaciones significativas; la tabla de multiplicar de las olas, los cuerpos tumbados, las tetrapléjicas sombrillas abiertas... una inmovilidad que va minando la moral del solitario del cazador del verano del veraneante insatisfecho del buscador de los placeres que guarda en sus bolsillos el cálido verano. Sólo un día, parece que algo puede cambiar cuando repentinamente una bolsa de plástico se aproxima, una bolsa que ha salido de los dominios terrenales de la bella acostada y que a impulsos de la brisa marina parece quiere tomar la trayectoria del que mortificado permanece, está y vigila. Y aunque los ojos estén atentos al baile y a la indecisión de la bolsa de plástico que es de color rojo cinabrio, sin embargo, ninguna emoción humana se manifiesta más allá de lo que permite el encubridor negro brillo de los espejos de las gafas. Finalmente, parece que la bolsa toma un destino y, entonces, enfila y cruza y cae en el perímetro de su frontera y ya es, entonces, una mano trémula la que coge la bolsa y unos dedos ávidos los que afianzan la presa y ,ya ufano, con el trofeo medieval junto al corazón y por las leyes de la usucapio el veraneante se levanta de su lugar y se aproxima al lugar sagrado, al altar de la belleza silente...; pero ella es indiferencia y pronuncia en una lengua de procedencia indoeuropea unas cortas y apresuradas palabras que, aunque suenan a letra de ópera a sus oídos, no parecen servir para la pretensión del galán de iniciar una conversación que conduzca a la terraza del bar y de la terraza al recoleto cenador y del cenador al apartamento y del apartamento ¡ oh dioses ! al tálamo donde se realizan las consumaciones... y aunque el cazador del verano farfulla algunas palabras sacadas del diccionario de las imprecisiones, unas con sabor a francés, otras con ambiente anglosajón y hasta en latín, de cuando los curas, la dama amarilla no parece interesada y no parece haber solución y en eso se queda todo; en una sonrisa de multitud de dientes diplomáticos y en un primer plano corporal que ya no olvidará nunca.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

SPLENDET FRANGITUR (TODO LO QUE BAJA, SUBE)PARTE PRIMERA. CONTINUARÁ.

Los veraneantes regresan a sus lugares con pequeñas colecciones de conchas ganadas a la playa en las batallas heroicas de los días de verano. Y son, estas mínimas victorias, motivo de felicidad. Son hallazgos, que acumulados en el regazo de las bolsas playeras tintinean como monedas de piedra que, más tarde, se guardan en un cesto de mimbre o en una caja de madera o tras el cristal de una vitrina para que, en los cortos días y largas noches de invierno, sirvan para recordar aquellos días. Pero lo que se encuentra y lo que se lleva puede ser también la ráfaga de una aventura o el dedo, repentino, del azar , el encuentro con algo que tuvo la virtud de cambiar para siempre el destino de una vida

lunes, 28 de septiembre de 2009

PLAYAS DEL PLEISTOCENO (SUCEDIO DE VERDAD) 4 Y ULTIMO -dedicado a todos los antropólogos-

Los trabajos dieron comienzo.
Primero, se limpió toda la terraza de la antigua playa; más tarde, se precisó con señalizadores y estacas de color el lugar preciso para acometer la excavación.
El trabajo fue lento y fatigoso; no porque el terreno fuera duro, al contrario, había que limpiar, rastrillar y peinar las arenas con todo cuidado y paciencia.
Quedó excavada, de esta forma, una zanja de cuatro metros de lado y de un metro de profundidad. Cuando llegamos al estrato inferior, encontramos un material de mayor resistencia, una especie de capa de silicatos endurecidos que tenían la consistencia de un ladrillo crudo.
Si alguien hubiera observado nuestro trabajo en aquellos días. tal vez, le hubiéramos parecido un extraño grupo de adultos jugando en la playa con nuestro instrumental compuesto de pequeñas azadas de mano, rastrillos, cepillos y hasta cubos y palas.
Tardamos todavía tres días más en alcanzar la profundidad suficiente para colocarnos en la posición del hallazgo. Pueden imaginarse, para entonces, la tensión que manifestaba el grupo y la emoción inenarrable que pudimos sentir cuando entre nuestras manos se fue configurando un cuerpo entero, el cuerpo entero fosilizado de un hombre la la prehistoria. Resultaba increíble pensar la forma en que había podido producirse aquella mineralización prodigiosa. Un hombre con una apariencia anatómica absolutamente igual a la de cualquiera de nosotros permanecía allí, en el fondo del pozo excavado con los brazos cruzados bajo la cabeza y las piernas flexionadas, una encima de la otra.
(una especie de suspiro de emoción corrió entre las filas de los asistentes)
Para entonces -continuó el orador- el mundo científico se encontraba pendiente de aquella excavación. El descubrimiento del hombre fosilizado se propaló con extrema rapidez. Instituciones, academias, revistas especializadas y periódicos de información general se hicieron eco de la milagrosa aparición de un hombre petrificado y completo de una edad, como pronto se supo, aproximada a los tres millones de años.
Desde entonces, nuestro Homo Virgiliensis tiene algunos años más...como todos nosotros -risas entre el público-. En este paréntesis de tiempo se han hecho todas las especulaciones posibles, se han barajado todas las hipótesis. No faltó ninguna eminencia en el campo de la antropología científica que no diera su parecer, no hubo intelectual, periodista, mago o futurólogo que no realizara su propia interpretación, que iban desde las más peregrinas y fantásticas, hasta las más sesudas y complicadas; desde la más disparatada como la que propaló un grupo de seguidores de las teorías ovnis que defendió que no se trataba de un humano sino de un visitante extraterrestre perdido.
Pero muchos de ustedes se estarán preguntando...¿ qué era lo que pensaba realmente su descubridor, el Doctor Virgilio ? Y se lo estarán preguntando porque mucho se ha comentado del silencio que siempre mantuvo con respecto a su opinión verdadera sobre el descubrimiento. Pues bien, hoy y ante ustedes me gustaría desvelar dicho misterio.
(murmullos de expectación entre el público, carraspeos y toses discretas)
A la excitación de los primeros momentos dio paso una extraña segunda fase; una extraña segunda fase, podríamos decir, en la que el profesor cayó en un mutismo completo.
Recuerdo, que el profesor se pasaba horas mirando a aquel hombre tendido en la playa del principio del tiempo. A veces murmuraba cosas, un soliloquio casi inteligible; pero nunca nos hizo partícipes de sus pensamientos, aunque, como es natural, nosotros se lo preguntamos muchas veces. Se volvió taciturno, como un extraño, ni siquiera ofreció resistencia cuando una universidad americana consiguió llevarse el hallazgo.
Tiempo después, se publicó el ya famoso ensayo sobre la idea del hipersalto evolutivo. Yo, entonces, partidario de dicha teoría, exponía al profesor Virgilio mis puntos de vista llenos de pasión..Yo le hablaba de que en las cosmogonías antiguas el hombre consideraba el agua como un elemento con vida propia...La creencia en una afinidad o en una correspondencia, si se quiere, entre el agua, ente deífica, y el hombre; formando ambos una dualidad de intermediación. Era algo comprobado para mí, el agua sometida a un proceso de simbolización , confluía en una idea tridimensional del mundo: el aire , el agua y la tierra eran los elementos de una cosmogonía mágica. Por lo tanto, yo estaba convencido de que la postura del hombre petrificado respondía a una pautación simbólica de esta relación geométrica, paradigmática y ambivalente. El hecho causal de aquellos brazos enhebrados detrás de la cabeza y las piernas cruzadas, en un simbólico acto de protección, no eran ni más ni menos que un acto mágico, un acto de rezo, un intento de comunicar al hombre con la dimensión tripartita...En definitiva, aquel hombre simbolizaba mágicamente la idea del laberinto. -el orador tomó resuello y aprovechó para tomar otro sorbo de agua. Los espectadores parecían asombrados y aún hechizados por aquellas palabras y permanecían en un sagrado silencio como si algo tuviera que ocurrir-
Yo no tenía duda -prosiguió el orador- de que aquel hombre, registrado por la propia tribu como un ser diferente, ya que nadie se le podía parecer al tratarse de un hipersalto evolutivo, fue entregado por el clan como un sacrificio cósmico a la entidad geométrica y dimensional. El exceso de agua emergente, de esta forma, aceptando el sacrificio, correspondía a los seres humanos con el mantenimiento armónico de la geometría de la nada. Aquel ser, visto como prodigio, exacerbación del grado de diferencia, funcionaría como un sacrificio simbólico, un protector de aguas, un signo de holografía en la secuencia de determinación cosmogónica de las entidades primordiales.
(una atronadora ovación premia al orador, que no tiene más remedio que levantarse y saludar al público)
Pero todas estas reflexiones - continuó- , que yo proponía resbalaban en una máscara burlona que el profesor Virgilio anteponía a estas verdades científicas.
Recuerdo, que un determinado día, tratando yo, como siempre vanamente, de influir en el profesor le dije.
- Usted, profesor, siempre sonríe cuando yo le explico la teoría del "Acta de sacrificio"; pero, en realidad, ¿ qué piensa usted que puede significar un hombre con los brazos y piernas cruzados mirando hacia el infinito del mar hace tres millones de años ? .
Y, entonces, él, por primera vez, me respondió...He de advertirles que en aquel tiempo el pobre profesor tenía sus facultades mentales bastante deterioradas; por su propio bien hubo que apartarle de la actividad docente, y ya sólo se dedicaba a vegetar en su domicilio. Bueno, pues entonces, me dijo completamente fuera de sí, casi gritándome, casi escupiendo las palabras, mientras movía los brazos frenéticamente y daba puñetazos contra la mesa.
- ¡ Joven ! ¿ Quiere saber lo que pienso ? ... ¿ Realmente quiere saber lo que pienso ?...
Yo, he de reconocer que estaba un poco asustado por el aspecto del profesor; la mirada encendida, el pelo casi de punta, sus gestos convulsivos y furiosos...
- Pues bien - bramó el profesor- se lo voy a decir...Hace tres millones de años, si ese experimento de la lejía o del carbono o como quiera llamarlo tiene razón, un hombre exactamente igual a cualquiera de nosotros se fue a una playa. En esa playa decidió tenderse...Se tendió boca arriba con la esperanza de disfrutar de un rato de tranquilidad y de sol, y hasta pensó en tomarse un baño...como lo hubiera hecho cualquiera de nosotros.... El hombre cruzó sus brazos cómodamente por detrás de la cabeza, como si fuera una almohada, ¡ Sabe.... lo entiende ! Como una almohada, y también acomodó las piernas, de la misma forma que hacemos cualquiera de nosotros cuando estamos en la playa...Las olas del mar golpeaban pacíficamente en la primera línea de agua, hasta se podían escuchar los gritos de las aves volando. Nuestro hombre... su hipersalto evolutivo...se quedó dormido en aquel benéfico lugar ¿ me puede entender ?... Se quedó dormido bajo el sol mientras una suave brisa proveniente del mar le aliviaba del calor, de ese mar que luego se convirtió en roca y en montaña. Y sabe qué pasó más tarde...Pues bien, aquel hombre de cincuenta y tantos años de edad sufrió un paro cardiaco..¡ Me ha entendido ! Un paro cardiaco que le quitó la vida sin que llegara a enterarse...Luego ocurrió que, como por milagro, el aire que soplaba le cubrió de arena o le cubrió de algas o de vegetación marina de las que ya no sabemos nada. Su familia y amigos, que no sabían dónde estaba, no pudieron encontrarle, y el rastro de aquel hombre despareció bajo la brillante arena mientras la Historia pasaba por encima. Y mientras tanto, por efecto de algún raro proceso químico, el cuerpo se mineralizó sin llegar a descomponerse. ¿ Pregunte, si está interesado, a cualquier sepulturero, cuántos cadáveres acaban momificándose en un cementerio ?, Finalmente, con el transcurrir de los siglos se hizo de piedra. ¿ Sabe usted -me dijo mirándome con aquellos ojos enfermizos- lo que era su maldito "Acta de sacrificio " y su "hipersalto evolutivo"... ¿Quiere saberlo ? Pues bien, su hombre... su sacrificio de aguas...su paradigma de la cosmogonía geométrica...era un bañista.
Un bañista , tomado el sol en una playa del pleistoceno.

martes, 23 de junio de 2009

PLAYAS DEL PLEISTOCENO -3-

Queremos imaginar, por un instante, cómo se pudo desarrollar el histórico momento (el orador aprovecha el inciso para beber agua, deja el vaso y pasa una de las cuartillas que ya ha leído)
La noche ya había caído sobre los verticales paredones de arena, en medio de aquel paisaje desprovisto de vegetación. El profesor buscaba afanosamente ,entre aquellas soledades, iluminando con la breve luz de una linterna los grandes tajos de arena que se levantaban hacia los cielos como informes murallas de una antigua ruina. En un determinado momento, la luz se detuvo, como una mariposa nocturna fatigada, en uno de los cortes y allí, sobre la vertical, a varios metros de altura, sobresalía el pie que parecía una flor de carne mineral asomándose al mundo como queriendo contemplarnos desde su antigüedad de millones de años... Queremos adivinar, queridos amigos, las emociones que pudieron sobrevenir al viejo profesor. Por primera vez, unos ojos humanos, unos ojos que sabían descifrar lo que veían, observaban un pie completo petrificado; no se trataba de un pequeño fragmento de mandíbula, ni un diezmado hueso de una estructura ósea, ni un molido fragmento de parietal, como siempre ocurre. Era un pie antiguo, completo y verdadero. Un pie , que por un prodigioso conjuro, por un milagro de tramutación se había convertido en piedra dura y consistente.
Se nos ocurre ahora pensar por la clase de ideas , seguramente contradictorias, que debieron pasar por la cabeza del sabio; porque, seguramente, nadie como el antropólogo siente, ante los restos que encuentra, el privilegio del descubrimiento, el descubrimiento del ser en sí; no de sus acciones, de sus efectos, de sus actualidades: el antropólogo encuentra la cosa misma. Era así una emoción inenarrable, estamos seguros, la que inundó el alma antropológica de nuestro profesor aquella noche entre aquella atmósfera de un desierto lejano y olvidado.
(Se escuchan toses y carraspeos entre el público expectante)
El profesor Virgilio, cuyo recuerdo y mérito nos abruma en este instante, a pesar de las desgraciadas circunstancias acaecidas un tiempo más tarde, estuvo a la altura del acontecimiento histórico que estaba sucediendo. Así, lo primero que pensó fue en poner a salvo la reliquia de cualquier acontecimiento y, como hiciera H. Carter cuando la tumba de Tutankhamon y como otros descubridores así también lo hicieron, pasó aquella primera noche en constante vigilancia del hallazgo. A la mañana siguiente, una alambrada protegía ya el perímetro y, horas después, todo estaba cubierto por una gran carpa que no podemos imaginar de dónde saldría.
Yo recibí una llamada de mi maestro invitándome a que me uniera al equipo de investigación. Tengo que decir que lo dejé todo al instante para incorporarme al campamento que el profesor había preparado.
Lo que teníamos ante nuestros ojos era una montaña surgida, en las convulsiones geológicas del tiempo primigenio, de lo que había sido territorio y lecho de un mar gigantesco, un océano cuyas dimensiones no pueden compararse con nada de lo que conocemos.
Don Virgilio me describió, como un maestro de geografía ante un mapa, los perfiles del lugar como debieron ser en la remota época de la formación de los arenales.
" Tienes que imaginar - me dijo - el bellísimo panorama que existiría entonces. Todo esto -las señalaba con el dedo extendido- eran hermosísimas playas, como pueden ser ahora las del Caribe, hermosísimas playas en un clima extremadamente benigno, inviernos y veranos ecuatoriales con abundante vegetación de plantas originales... pájaros cantores de todo tipo, flores de porte y belleza que nunca podremos saber. El mar entonces - yo casi podía ver todo aquello que me decía como de verdad; las aguas transparentes, las mariposas gigantes, los helechos arborescentes, las palmeras rarísimas - ocupaba todo este horizonte. Toda esta falda de montaña que trepa hasta allí - y señalaba con el dedo la alta cresta que coronaba el emplazamiento-, todo era mar ocupado por innúmero de especies de peces y de mamíferos, por innumerables animales, criaturas extinguidas de las que ni siquiera sabemos el aspecto que tenían. También, peces extraños de tamaño muy superior a los actuales, moluscos y cangrejos de dimensiones monstruosas: un mar poblado, un mar vivo y palpitante..."
De la mano del profesor Virgilio, seguí las amenidades de las playas, que de vez en cuando se asomaban, ahora a nosotros, como costurones amarillos sobre la tierra parda y pizarrosa de la superficie. Observé las moles rocosas que habían emergido de la cavidad oceánica y, en aquellos momentos, he de confesar que sentí una extraña emoción, una extraña emoción intraducible con palabras.

martes, 26 de mayo de 2009

PLAYAS DEL PLEISTOCENO - 2 -

Entre las teorías que más aceptación han tenido en los últimos tiempos está la que se constituyó tras el famoso ensayo, aunque esté mal en decirlo...de nuestra autoría, (algunas risas entre el público) "El Hombre de piedra del Monte Deseado: ¿ Un hipersalto evolutivo ?". Puesto que, efectivamente, el llamado Hombre de Piedra, que desde ahora denominaremos Homo Virgiliensis, es un salto evolutivo, diríamos, en el vacío. Porque queremos expresar nuestra convicción de que el Homo Virgiliensis fue un sacrificio tabulado, un sacrificio humano, un sacrificio de la serie "Acta de sacrificio" por considerarlo la primera prueba evidente de que nuestros antepasados más remotos ya eran "homo religare"...hombre religioso; es decir, hombre en primer estadio cultural en posesión de creencias de tipo mágico, como así lo veremos en el transcurso de esta conferencia.
(El orador aprovecha el inciso para tomar un sorbo de agua. Murmullos y toses entre el público).
Como ya todo el mundo sabe el Homo Virgiliensis fue encontrado por unos trabajadores que se dedicaban a la extracción de arena, materia que se utilizaba para la fabricación de vidrio industrial en una importante factoría de la zona. Estaba anocheciendo, después de un caluroso día de trabajo, cuando uno de los mineros observó, por casualidad, una insólita prominencia que surgía en el corte de una de las trincheras de captación en la que habían estado ocupados. Cuál no sería su asombro cuando advirtió que aquel bulto que sobresalía era en realidad un pie humano. El trabajador, que creyó que se trataba de un cadáver enterrado, fue corriendo a dar aviso al capataz; que, a su vez, dio aviso al alcalde del pueblo a cuyo municipio pertenecían los terrenos de la explotación arenera.
Personado en el lugar el Alcalde comprobó que el pie que sobresalía de entre las arenas, enrojecidas por los últimos rayos del sol poniente, era en realidad un pie de piedra, y lo comprobó personalmente el Alcalde que, subido a una escalera, palpó el pie que surgía como una nariz que le hubiera brotado inexplicablemente al paredón de áridos.
La conclusión que se sacó, en aquellos primeros momentos, fue que lo que había allí enterrado era una estatua, o por lo menos una parte de una escultura, por lo que el asunto se dejó para el día siguiente.
Que el azar es, en muchas ocasiones, uno de los instrumentos fundamentales de la historia de la ciencia, no creo que sea necesario demostrarlo; pero aquí tienen una prueba más. Coincidiendo con los acontecimientos que relatamos dio la casualidad que en la pequeña localidad de Deseado se encontraba, de forma puramente accidental, el emérito profesor Virgilio. Sucedió que la misma noche del hallazgo el Alcalde comentó, como si se tratara de una anécdota, al profesor la aparición del pie de la supuesta estatua. El instinto que suele acompañar al sabio hizo sospechar al eminente antropólogo que aquel pie bien pudiera tratarse de algo bien diferente a una estatua . Bien pudo, en aquel momento, el profesor recordar la forma en que la expedición científica que dirigía P.H.W. Fendells descubrió los restos fósiles del megatérido Reus gracias a unos curiosos bastones que utilizaban los habitantes de una remota aldea en la Mongolia China. Así que sin perder un instante se dirigió al lugar del hallazgo.

jueves, 21 de mayo de 2009

PLAYAS DEL PLEISTOCENO - SUCEDIÓ DE VERDAD- ( 1 )


Señoras y señores.
Embarazoso y arduo resulta para mí presentarme ante esta notable asamblea para recibir laureles que, en justicia, no me corresponden. Celebramos en esta magna reunión el quinto aniversario de un descubrimiento que conmovió al mundo: la aparición de un hombre fosilizado de una contigüedad, determinada por el carbono-14, de tres millones de años; en un espacio temporal comprendido entre el cuaternario pre-glaciar y primer-terciario. Homínido que correspondía, según precisos informes antropométricos, a un varón de cincuenta y dos años perfectamente localizado entre los Homo Sapiens; a saber, frente huida, arcos superciliares prominentes, ausencia de mentón y dolicocefalia.
El descubrimiento de tal espécimen, como sabemos, produjo una auténtica revolución en los estudios de los homínidos verticales. Hoy conocemos que se trata del mayor descubrimiento científico producido en el siglo.
Aunque este primer antepasado del hombre fue llamado el Hombre de Piedra del Monte Deseado, hoy queremos rebautizarlo, desde este privilegiado ágora, como Homo Virgiliensis, en honor a su descubridor del que hoy, en azaroso y paralelo aniversario, se cumplen dos años de su muerte. El recuerdo del gran profesor, sabio y amigo, permanecerá imborrable en nuestra memoria.
(El auditorio, puesto en pie, aplaude entusiásticamente).
Si decimos que el universo de la ciencia quedó conmocionado por la aparición de tan extraordinario vestigio del pasado, estamos diciendo muy poco; si decimos que las sagradas teorías de la evolución se vieron sacudidas por un fortísimo seísmo, aún sólo nos aproximamos a la auténtica dimensión de lo sucedido, porque ¡ señoras y señores ! el Homo virgiliensis convivía con los homínidos Pitecanthopos Modjokertensis, y era, probablemente, contemporáneo de la senda homínida de Laeloti. Quiero decir, poniendo énfasis en la metáfora, que un ser humano exactamente igual a nosotros, vivía y se paseaba tranquilamente en los prístinos albores de la humanidad. Uno de nosotros ya vivía cuando los monos intentaban levantarse del suelo, no sin cierta dificultad. (se escuchan risas entre el público)
Desde el momento del descubrimiento las hipótesis se han sucedido y yo quiero hoy aprovechar esta oportunidad para referirme a alguna de ellas.

jueves, 14 de mayo de 2009

LA CANCIÓN DE VIRIATO - 3 y última -

Y la ciudad se apagó.
A través de un pasadizo cuya existencia sólo él conocía, cuyo arranque se encontraba detrás del armario de los expedientes de tropas coloniales. Había que retirar un armatoste para acceder a una pequeña puerta con el rótulo "Asuntos masónicos" que daba lugar a una empinada escalera de piedra que se internaba en lo profundo, en tierra de nadie.
Fue recorriendo pasajes que le enviaban; primero, en dirección sureste, hacia el Palacio de Correos y Comunicaciones; luego girando, bruscamente , por otro ramal - que hacía mucho tiempo había servido de almacén de coloniales y que todavía tenía algunas cajas de maderas con restos de etiquetas tipográficas arrumbadas contra la pared- , se situaba en boca del Paseo de Recoletos.
Gracias a la bala zahorie, el Sargento era capaz de orientarse, pues la magia de aquella bala mahometana consistía en que siempre señalaba a la Meca.
A todo esto, las voces, en los momentos apropiados, iban y venían siguiendo los efectos del sonido tan sabiamente explicados en el "Tratado de las apariencias y sonidos reflectantes" atribuido al jesuita y botánico Padre Marbán.
La exploración del interior de la tierra seguía hacia la calle Prim, donde el Sargento Mayor encontró la dificultad de un conjunto de pasadizos que, desde diferentes alturas y niveles, se desparramaban en todas direcciones, formando un auténtico laberinto.
Siguiendo uno de los ramales que tiraba hacia el Norte fue a dar con los sótanos de San Antón que según se decía había sido utilizado como mazmorra. Este lugar ya le era familiar al Sargento; se reconocía al primer golpe de vista pues todavía pendían de su pared huesuda y musgosa las argollas de hierro que eran del tiempo de la Inquisición.
Unas veces, los gritos y las risas parecía que procedían de detrás mismo de la pared y, entonces, era audible el rasgueo de guitarras y el - ¡ que cante Adolfo...! pronunciado por voces embriagadas; inmediatamente, se perdía el sonido y , entonces, sólo se escuchaba el sopor del murmullo de las galerías o el asustadizo grito de una rata.
Por fin, pudo localizar el lugar de las voces, después de muchos días de circular de aquí para allá con su bala de madera y su linterna de petróleo siempre iluminando escasamente el recorrido. De repente, se tropezó con una sala, en un nivel diferente de por donde caminaba. Se asomó con cuidado, después de apagar su lámpara y, como desde un balcón, descubrió, en un círculo de luz de bujías, a la alegre pandilla autora de las psicofonías de la estatua de Viriato.
El Sargento Mayor nunca fue demasiado explícito sobre la composición exacta del grupo de ultratumba. Me dijo, como de pasada, que había hombres y mujeres y que los que llevaban la voz cantante de aquellas meriendas en el centro de la Tierra era un grupo de enanos que formaban la "troupe" Los Charros, que actuaban en el cercano Circo Price.
Había resultado que los enanos habían encontrado las antiguas salas subterráneas de el Palacio de las Chimeneas y, considerándolo un lugar apropiado para la sana expansión, lo ocupaban en las horas libres que les dejaba el espectáculo.
Sin embargo, de la composición de la parte femenina del insólito grupo no dijo -o no quiso decir - nada. Lo único que puedo decir es que una de las mañanas abriendo nuestras respectivas cerraduras escuché canturrear al Mayor aquella cancioncilla de la mulata del Circo Price.
Yo dejé el ejército, no volví a la ciudad hasta después de mucho tiempo. La ciudad estaba igual, sólo los comercios habían cambiado de actividad y de nombre. Me acerqué a las puertas del Cuartel general y pregunté al policía militar que custodiaba la entrada por mi amigo el Sargento Mayor. Uno de los soldados de vigilancia consultó una lista que tenía y no pudo encontrar su nombre.
Miré, entonces, al suelo y sentí que bajo mis pies había otra ciudad sin puertas, abierta y dormida y, como si estuviera caminado sobre un cristal puesto sobre el vacío, me invadió un repentino vértigo.

viernes, 8 de mayo de 2009

LA CANCION DE VIRIATO - 2 -

El Sargento sabía de profundas salas secretas y de caminos que, como galerías de minas secretas, conducían al Banco de España; de estrechos corredores y pasadizos, que él mismo había inspeccionado, que daban salida a grandes palacios; escaleras de remoto origen que serpenteaban ocultamente bajo los paseos y las avenidas formando una enmarañada senda secreta.
Dos cosas había que cuando salían a relucir en nuestra conversación tenían la propiedad de animar la cara solemne del viejo soldado; la primera, cuando se hablaba de su plan para la reforma integral del alcantarillado de la ciudad, alevosamente silenciado -según decía- en los cajones de prestidigitación del Ministerio de Obras Públicas; y el otro asunto, que cuando se trataba hacía encender el rostro avejentado del Sargento Mayor, era su plan de reforma de la línea segunda del metropolitano y que sólo la estupidez de un burócrata había hecho fracasar.
En cierta ocasión, en una de esas tardes de invierno que vuelven taciturnos a los espíritus disciplinados, aquel hombre original me contó la siguiente historia que había sucedido un cierto día del año cincuenta y cuatro...

La guardia estaba formada en posición de firmes. El corneta se había llevado el instrumento a los labios, como uno que quisiera apurar a través de un embudo de metal la poca luz que queda del día. La bandera iba bajando como una araña por el hilo de seda de su mástil, y todo parecía que discurría con normalidad a los ojos del suboficial que conducía en aquella jornada los servicios del acuartelamiento.
Entonces, fue cuando de la boca de la estatua castrense de Viriato, que parecía un soldado de plomo gigante allí puesto en el patio de armas, salió un canto extraterrenal, casi como surgido del altavoz de una vieja radio de los tiempos de la guerra.
El grupo de soldados que saludaba la bajada de bandera se quedó como congelado, y a uno de ellos, del susto, se le resbaló el mosquetón y a punto estuvo la bayoneta calada de perforarle la bota militar y negra. De la boca de aquel ilustre guerrillero, que se alimentaba de tomillo e hinojo mientras hacía la guerra a las tropas que Roma mandaba para apaciguar los territorios de los confines de su imperio, se pudo oír una cancioncilla que dio la casualidad que el Mayor había escuchado unos días antes a la cantante afrocubana Josette Waker en una de las veladas del circo Price.
Y no era cosa de tomar a broma que fuera, precisamente, este viril protosoldado situado en el patio del cuerpo de armas, con su almete de bronce, su falcata empuñada y su vigoroso escudo, imagen ejemplar del auténtico soldado de la raza, el que se diera a aquel canto impúdico y liberal, como si se tratara de una cupletista, cantante de zarzuela o sirena de las de Odiseo; cánticos más apropiados para el mundo del gran musical que para la tradición militar de los pasadobles y marchas.
Este suceso se repetía todos los martes y viernes, justo en el momento de arriar la bandera. Y ya no era sólo el estribillo " abróchame la cremallera", el que salía de los labios de metal del guerrillero; ahora eran gritos, entrechocar de vasos, risas miserables y aroma tórpido de francachela, que sintonizaba muy poco -como dijo el Gobernador Militar-, con la seriedad de tan importante acto castrense.
- ! De quitar la estatua del patio de guardia nada ¡ Había dicho el general.
Fue un joven Capitán, un poco poeta, el que dio la solución administrativa al problema.
- ¡ Mi general, con su permiso, esto que está pasando en la estatua son psicofonías.
Y en psicofonías se quedó.
No sólo las misteriosas manifestaciones alocutorias se producían en el patio de guardia del Cuartel General; en una tahona de la calle Infantas llamada La Flor del Cereal los empleados se negaron a bajar al sótano donde amasaban la harina porque "aquello era cosa del diablo".
Fue el Sargento Mayor de obras quien puso fin a los misterios de aquellos días.
Con la ayuda de un artilugio propio de la profesión de zahorie y con su larga experiencia subterránea obtenida en largos ejercicios de soledad pasados en el vientre profundo y calenturiento de la ciudad, penetró en las cavernas mistéricas, como Jonás hizo en la barriga de la ballena, dispuesto a descubrir qué era lo que estaba pasando.
Conviene decir en este punto que los únicos santos del calendario religioso del Mayor se reducían a dos; el célebre marino Churruca y Vitrubio, y el único objeto de superstición y magia que poseía era la bala de madera que un rifeño le colocara a modo de pendiente en la oreja derecha. Lo de la bala conviene que se explique, ya que era lo que puesto al final de una leve cadena, a la manera de un péndulo, le permitía al Mayor meterse en las profundidades de la ciudad como si cualquier cosa.

sábado, 25 de abril de 2009

LA CANCION DE VIRIATO ( 1 )




Abríamos con parsimonia nuestras respectivas puertas y, a veces, creí que interpretábamos algunos compases de Mozart cuando las llaves hurgaban en la cerradura.
Yo entraba en los grandes corredores abovedados que, por entonces, ocupaban la geografía de mis días. Allí, metido en grandes estanterías de madera colocadas contra la pared, descansaba todo el ejército español encapsulado en papel de Timbre de Estado y en diferentes hojas ejecutivas, órdenes de movilización, servicios cumplidos, hechos de armas, condecoraciones y castigos, batalla y desplazamientos en las jornadas de las grandes guerras. Allí se encontraba, en solemne parada militar, todo el ejército guardado minuciosamente en un semisótano donde lo único que parecía tener vida real eran las paupérrimas bombillas y una estufa para combatir los rigores en el frente de batalla del invierno.
El Sargento Mayor de obras, con el que compartía los conciertos matinales cuando abríamos las grandes cerraduras de entrada, venía a visitarme a mi guarida del archivo de vez en cuando. En aquellas ocasiones, yo preparaba un café en la estufa, alimentada con impresos, de los que había en abundancia, de la Real Orden de San Hermenegildo.
El Sargento Mayor era un hombre enigmático, con la reserva de quienes poseen en su interior la eterna conversación de la sabiduría secreta. Se sentaba junto a mí, fijaba su vista en el chisporroteo de los impresos militares, que servían de combustible, y se quedaba como suspendido en el aire, como un equilibrista detenido sobre el hilo de acero del espectáculo del mundo.
Cada uno de los seres mortales que poblamos la Tierra es el más sabio del planeta en alguna materia, en alguna cosa -por mínima que sea-, el Sargento Mayor era el mayor conocedor de asuntos relacionados con tunelería y construcciones subterráneas.
Uno de los trabajos más ambiciosos que había realizado en su vida era un completo plano del subsuelo de la ciudad. Un territorio que, tomado como centro el palacio de Bellavista -lugar en el que nos encontrábamos-, se desparramaba en una maraña laberíntica, como si se tratara de una enorme madriguera de topos gigantes.

martes, 21 de abril de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES ( 5 Y FINAL )

El maestro, en el tejado del coro, vivía sólo para pintar. Para él la catedral se había convertido en una parte de su propio ser, de su destino. Las altas naves y las avenidas significaban caminos que partían hacia diferentes destinos; las capillas eran lugares escondidos, como habitaciones de una casa, donde se cobijaban veladas conversaciones, como si se tratara de puntos de encuentro de amantes furtivos cuando susurran confidencias de amor.
Una especie de velo había caído sobre sus recuerdos, como si se hubiera tomado un potente alcohol con poderes mágicos; una niebla que disolvía la realidad, que convertía toda su anterior vida en algo efímero, sin importancia.
Miraba los hilos de humo, los cirios ceremoniales, los turíbulos, como si todo participara de un único sentido al que daba forma el misterio.
Notaba que su propio cuerpo estaba anestesiado para todo lo que no fuera la catedral y su contenido: las vidrieras, el espacio sagrado, como si su propia piel fuera un recubrimiento de las losas de piedra húmedas y enfermas.
Las persianas aromáticas abotargaban su espíritu: el olor a mirra, canela, cálamo y el opio del incienso: era como sentir la respiración de la muerte. Entonces, levantaba los ojos hacia las transparencias de las paredes y parecía, como en un conjuro, que todo aquello tomase vida nueva: las damas venteando manteles bordados, Santa Catalina tomando un impúdico baño de claridad, el martirio de San Lorenzo convertido en la alegría de una celebración... Y él, allí subido, en las estancias superiores del coro, era un naufrago en medio de un sideral mundo de animales y aves mitológicas a quienes los obispos habían logrado domesticar pasándoles el anillo con el carbunclo por las plumas y raíces.
El maestro pinta como invadido por una misión, por un sueño sugerido por el amor entre reyes, las mareas de adriáticos profundos, la porcelana de las bocas y, mientras pinta, entre la oscuridad y los reflejos de las tuberías del órgano, sonidos extraños habitan los espacios; bisagras que chirrían, como música de metal, pasos lentos -que no pertenecen a ningún ser vivo-. Entonces, aquello parece poblado de susurros polares, de vibraciones de una vida superior. Entonces, el maestro descansa y duerme. Y cuando duerme sueña la vida o cuando vive sueña que duerme.
Pasan así las horas y los días: él, en la iniciación del tejado hermético; Ico, haciendo navegar su bota ortopédica en el mar del bautismo.
El organista subía todas las mañanas a la terraza del coro. Siempre a la misma hora se instalaba delante del pupitre de las sonoras teclas y allí comenzaba sus ensayos. Toda la música la tenía en la cabeza, tanto los aires litúrgicos como las fugas y variaciones que interpretaba en el completo anonimato del éxtasis.
El maestro, al principio, tomaba sus precauciones con el organista; pero pasado un tiempo, cuando comprobó que los horarios del músico ciego se ajustaban a un calendario escrupuloso y que aquél no atendía más que a su música, se dejó de preocupar por su presencia.
Gustaba el maestro de mirar a aquel hombre que, cuando empezaba a accionar los diferentes registros del instrumento, su rostro parecía poseído por una luz especial. Una luz que tenía la virtud de sustituir la inteligencia de los ojos muertos, por otro tipo de inteligencia que emanaba desde el interior a toda la cara, como si se encendiese una luz eléctrica.
Sacaba y metía las teclas y los dispositivos del registro mientras los pies iniciaban un bailoteo sobre los pedales del palier. Aquel organismo sonoro, un poderoso animal amansado por los dedos del músico, sonaba llamando al mundo al arrepentimiento y a la piedad; o cuando se ponía a trinar, en las teclas más agudas, parecía un piar de aves cantoras y, era entonces, cuando el espíritu se elevaba hacia las hipérboles de piedra.
El maestro, se quedaba sorprendido de que el cuerpo del organista, que parecía débil y perdido con aquellos pasos imprecisos y lentos, cuando estaba en contacto con el órgano y escuchaba el bramar de los tubos, parecía que el mismo aire que hacía brotar la música, le insuflara en su ser un tipo de energía diferente. Entonces, al músico, se le ponía una sonrisa en los labios, una sonrisa que parecía violenta, como si el músico en un trance tuviera poderes sobre las cosas; sobre las tempestades y sobre la muerte y la vida, como si estuviera suplantando a Dios verdadero.
Ocurrió, durante la interpretación de una fuga; tal vez más brillante, tal vez más llena de resplandeciente diálogo.
El maestro se quedó colgado en el espacio escuchando la música hecha para que hablaran los espíritus, en un plano sidérico, ya fueran ángeles, ya fueran demonios.
Ocurrió en el momento más emocionante de aquel extraordinario diálogo musical. El dispositivo de uno de los registros saltó por los aires. El maestro, sumido en la atmósfera hiperbórea, no se percibió que el artefacto había ido a caer junto a él. Nada pudo hacer cuando el músico, guiado por su oído entrenado y exacto - a la manera de un cazador que persigue una pieza cobrada- , se había levantado. Cuando el maestro quiso reaccionar, el músico ciego lo tenía sujeto por una pierna.
El maestro, los bártulos del maestro, Ico, con su bota ortopédica y el cayado de piedra, los dibujos... Todo se encontraba en el despacho del abad mitrado -quien por más que preguntaba e inquiría, no llegaba a comprender las inconexas explicaciones del maestro y, menos, las de Ico que decía no se sabía muy bien qué sobre unos hombres que vivían en las vidrieras-. Cuando más se horrorizó el prelado fue cuando los canónigos, a los que se les había entregado los pliegos de papel con las pinturas, comenzaron a dar exclamaciones de sorpresa e indignación: pues, en aquellas acuarelas realizadas en el techo del coro, pintadas con un realismo y una belleza sorprendente, donde debía de haber santos, reyes, padres de la Iglesia, arzobispos, apóstoles, profetas y vírgenes antiguas, aparecían las caras y los gestos más insospechados: un músico negro tocando la trompeta y disfrazado de paje, un oficial de regulares con un mono sobre el hombro. También aparecía, en varias de las láminas, el mismísimo Ico, con su gran bota ortopédica, vestido a la manera de San Malaquías y, al propio autor de las composiciones, el propio maestro, había tomado las vestimentas monárquicas y se había erigido, como Napoleón, entre las altas dignidades de las vidrieras.
Pero no era esto lo peor.
Figuras de la milicia nacional, las más altas excelencias y autoridades del gobierno constituido en Burgos, aparecían como si fueran parte de la servidumbre, como si fueran palafreneros y pajes menores; cantantes de moda aparecían como virtuosas santas... Todo un repertorio de rostros conocidos que, para el espanto de la canonjía, iban desde Buenaventura Durruti, con su gorro miliciano a dos colores, vestido con las prendas del Emperador de Occidente; hasta el mismo Martín Lutero, aparte de otras figuras con compases en las manos, aparecían retratados en las acuarelas.
Una vez revisados todos los dibujos y viendo que, desde Alberto Magno hasta Gengis Kan, todo lo herético y prohibido estaba representado en el universo anticristiano de los dibujos, uno por uno y de inquisitorial manera, fueron arrojados al fuego purificador.
Ico lloraba pensando que aquellos seres, desterrados de sus palacios de cristal y de hielo, ya no tendrían un hogar donde guarecerse cuando la bomba criminal cayese.
En la habitación sólo se oía el chisporroteo del fuego exterminador que avanzaba, como una lengua azul, por la superficie de las láminas, convirtiendo el papel en ceniza negra que se levantaba hacia los cielos como si se tratara de un sacrificio pagano.

jueves, 16 de abril de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES ( 4 )

El maestro tenía cierto talento para pintar paisajes a la acuarela, así que, en los días aquellos en que el invierno caía sobre la torre norte de la catedral con la fuerza de un guerrero de frío y nieve, provisto de abundante papel con membrete de una notaría, un farol, unos prismáticos y una caja de colores al agua, se puso a la labor de reproducir las vidrieras. Pero una dificultad imprevista hizo acelerar el proyecto, el regreso de algunos miembros de la canonjía. Hubo, entonces, que espolear el ingenio y poner mecha al entusiasmo.

Se hacía, con la nueva situación, perentorio encontrar un lugar para la realización de los trabajos artísticos sin ser molestado. Un lugar que reuniera las condiciones de intimidad y de cercanía a las vidrieras. El observatorio requería, también, una posición equidistante a todos los puntos interiores del templo. Fue Ico, conocedor de los más recónditos lugares del templo, el que dio con la posición más favorable para el desarrollo de los propósitos del maestro: el techo de la sillería gótica del coro, donde se encontraba el órgano neumático y donde, en tiempos, se situaba la escolanía para realizar sus trinos litúrgicos los días de solemnidad.

El lugar elegido guardaba todos los requisitos necesarios; tenía espacio suficiente y, sobre todo, se encontraba resguardado de cualquier mirada, tanto por los tubos del aparato musical, que salían de allí como las trompetas del juicio final, como por las decoraciones exteriores.

Para acceder al techo del coro, pues era la impresión de una casita romana la que daba todo el conjunto de la sillería visto desde fuera, había que traspasar una puertecita de menor tamaño que el de una persona que daba a una estrecha escalera de caracol. Ico, como guardián de los santos lugares, era el único poseedor de la llave de entrada, aparte del organista que como era ciego poco podía importunar las labores creativas del maestro, metido ahora a pintor de vidrieras a la acuarela.

Allí subido tenía una insólita visión.

A su frente, justo sobre la zona del altar mayor, se levantaban, como deletéreos cuerpos espirituales, las vidrieras llamadas de los Santos , situadas, dentro de la Rosa de los Vientos, en dirección Este. Eran, estos paneles, los primeros que se iluminaban por la mañana dando, la primera luz, una coloración sanguinolenta -muy apropiada- a la primera misa; con el transcurrir del día los colores iban cambiando y del rojo se pasaba al verde y al azul celeste que se apropiaban como en una escenografía del espacio sagrado.

Por su derecha, sobre la capilla de la monja Etérea, se encontraba con las vidrieras del poniente formadas por varios órdenes de símbolos que representaban los estados vegetales y espirituales del mundo y de los hombres; una especie de selva virgen en el orden inferior y, en las de más arriba, un orden de escudos señoriales y monárquicos que en las tardes de verano dotaban al interior del templo de un cierto aspecto de fiesta de caballeros medievales.

Las vidrieras, sin embargo, que más gustaban al maestro, ahora pintor, eran las que daban al Norte.

Se trataba de los cristales más antiguos, realizados en la primera época de la construcción de la catedral. Allí, si se ayudaba de los prismáticos, podía tener al alcance de la mano los rostros enigmáticos pintados con la ciencia de la alquimia.

Desde su observatorio, podía contemplar las facetas de colores de los reyes cristianos metidos en los altos alveolos, príncipes de dinastías extinguidas vestidos con ropajes azules y rojos, con la corona de poder empinada sobre caras antiguas de larga barba. En estas caras, la grisalla dibujaba expresiones que un observador normal nunca hubiera imaginado.

Uno de ellos, pintado dentro de una esquemática torre, parecía como si estuviera realizando una guardia militar gótica, tenía la nariz hundida, como la de un boxeador; el que se encontraba más abajo tenía una cara risueña de doncel indolente con el brazo levantado y con el dedo índice señalando al cielo.

Los colores tenían una extraña brillantez y la luz, enfocada por el sol de invierno, dotaba a aquella especie de procesión de emperadores y de reyes de un cierto movimiento envolvente; un movimiento que llegaba a dar la impresión, después de observarlos fijamente, que anduvieran con paso melancólico camino de la nada celeste -como si allí, colgados de la pared gótica, miraran con desconsuelo, en su desfile fantasmal, su pasado, su presente y su porvenir, que al fin y al cabo también era el nuestro-.

El maestro pintaba aquellos rostros infantiles, aquellas coronas de color amarillo, como si se trataran de piezas de un gigantesco rompecabezas.

Mientras tanto, Ico, aburrido en su soledad, se entretenía abriendo la gran tapadera de madera que cubría la pila bautismal, realizada en una sola pieza de un granito muy fino y brillante que se decía había sido traída de Egipto. La pila bautismal estaba llena de agua del Jordán y, en realidad, nunca se cambiaba por lo que se podría pensar que por aquel fluido habían pasado todas las generaciones de la urbe capitolina. Ico miraba el interior de las aguas de la pila bautismal, quietas, del color del acero, casi como si fuera aceite; y se imaginaba, en el fondo de aquel pozo santo, los ojos de miles de niños que se habían ahogado. Luego, movía, con un dedo, la superficie y, entonces, veía el reflejo de los arcos torales y de las magníficas columnas y el brillo de las vidrieras pintadas y, todo, se movía como una fantasmagoría, como un extraño y fantástico baile.

Ico, para entretener su soledad de campanero y sacristán en la catedral vacía, en la gran copona bautismal, se descalzaba de su bota ortopédica y la ponía sobre la superficie del agua sacramental. La bota, allí puesta, flotaba hermosamente, como un barco negro y bruñido bogando por entre el océano de agua hipostática. Ico, impulsaba la fantástica nave con su palo de piedra y, así, creía gobernar una nave perdida en el mar del mundo, conducida por un capitán loco que, como él mismo, tenía una pierna lisiada y que era el terror de los puertos orientales: desde Port Said, hasta la punta de la ciudad de Adén. Llegó a meter, en su bota navegable, una vela encendida. Una vela, que pretendía buscar la intercesión de Santa Piamonta, una santa a la que el campanero tenía mucha devoción porque había sido una niña pobre que pasaba todo su santo tiempo junto a su madre ocupada en hilar y rezar; una santa que vivía junto a las orillas del sagrado Nilo que, a decir del maestro, era un lugar venerable y cuna de todos los grandes misterios de los constructores de catedrales; una santa que tenía una larga melena rubia que le llegaba hasta los pies, y a Ico, le gustaba más que ninguna otra cosa, las niñas santas de pelo dorada que les caía hasta los pies.

A esta santa y no a otra, a esta santa acuática que, según contaba el Flos Sanctorum, metía su pie en el gran río y podía detener los desastres de las aguas crecidas, rezaba y impetraba Ico para que el maestro pudiera llegar a la conclusión de los trabajos emprendidos, y cuando llegara el día en el que la bomba cayera y las cristaleras volaran por los aires, como predijera el sueño del maestro, quedaran aquellas pinturas a la acuarela para que sirvieran, como una especie de casas de alquiler, a los hombres transparentes, encerrados en sus nidos de cristal, de nueva morada.

viernes, 27 de marzo de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES ( 3 )

La guerra había trastocado la vida cotidiana de los componentes de la colegiata catedralicia. Al principio, con las primeras proclamas sediciosas y disturbios callejeros, el cuerpo canonical se había marchado, como un sólo hombre, a su residencia abacial en algún lugar remoto de la provincia. Posteriormente, cuando el levantamiento militar había triunfado en algunos lugares, se corrió el rumor por la ciudad de la inminente llegada de un contingente proletario que, llevados por la ira de la insurgencia, pensaba dinamitar casa por casa y piedra por piedra aquel enclave de pequeños burgueses, nido rebosante de caciquesrentistascapitalistasconservadores, de comerciantes con tienda, elementos clericales y del resto de estamentos del poder feudal y fagocitario...Pero los mineros que iban a encender los cartuchos de dinamita a la salida de los colegios religiosos nunca llegaron. Allí, en verdad, no pasó nada, a excepción del incidente del grupo que se encaramó con una ametralladora de patente italiana al rosetón central catedralicio, sacando la bocana por un intersticio practicado en la vidriera y disparando ráfagas contra un supuesto local masónico que se encontraba al otro lado de la plaza. Pero, fuera de este pequeño alboroto que Ico había solucionado enarbolando su bastón de piedra, nada había pasado.

Nada había pasado, entonces, en aquella ciudad, provincia de provincias, que nunca había destacado por nada ni por nadie. Nunca tuvo exploradores, ni científicos, ni políticos, ni siquiera un santo famoso; carniceros, farmacéuticos, médicos, veterinarios y un poeta local es todo lo que había conseguido producir aquel territorio estéril que un día fuera corona y guía espiritual del occidente cristiano.

Uno de los lugares donde les gustaba estar, al visitante y al campanero, sobre todo a la hora de la siesta era el coro.

Fabricado con madera de nogal que el tiempo se había encargado de ennegrecer la sillería estaba historiada con profusión de figuras y emblemas provenientes de la teología, la vida de los santos, los evangelios apócrifos, y el Antiguo Testamento. También existían, grabadas por el buril experto, figuras de una mitología ya olvidada: dragones con las narices con espolones, unicornios, ballenas voladoras... y , también, otro tipo de animales y escenas que sólo habían existido en la mente calenturienta de sus artífices: serpientes con cabeza de cordero, corderos con garras de león, leones con cinco rabos y dos cabezas. Aparte de esta zoología inverosímil había otro tipo de figuras que atraían mucho más la atención de Ico. Se trataba de figuras situadas en lugares oscuros y estratégicos del coro. Aquí y allí, retirados de la visión, había realizado el tallista, con un buril pecaminoso, figuras de hombres y de mujeres dándose a lujurias y licencias poco evangélicas; estampas de frailes robando panes, de frailes bebidos con los carrillos inflados. También había animales, burros y perros, que, como en las fábulas sacrílegas, hacían de hombres; una mujer con unos enormes pechos estaba instalada junto a los facistoles donde los presbíteros entonaban sus cánticos litúrgicos.

El maestro, ciertamente, prestaba poca atencíón a este tipo de manifestaciones mundanas que habían llevado a aquel santo retiro, a aquel bosque de madera tallada, el talante libérrimo de los artesanos antiguos. Él, más bien, gustaba de enseñar a Ico las numerosas plantas del árbol de la ciencia, signos y símbolos indescifrables de una naturaleza quiromántica y astral. Conocimientos surgidos de la ciencia antigua del tricefálico Trimesgisto y pasados al conocimiento medieval a través de los constructores de catedrales.

Solía pasar siempre lo mismo, mientras el maestro trataba de explicar a Ico los simbolismos allí representados, éste solía permanecer semidormido en la hundida sombra de un rincón donde sólo se dejaba ver la enorme suela de la bota ortopédica que salía de aquellas sombras como la sonrisa de un gran mamífero prehistórico. Y ya podía, el maestro, explicar la utilidad de un águila representada en la sillería, utilidad que tenía que ver con los poderes de la hiel del animal que dados en pomada en los ojos de un ciego hacía recobrar al instante la vista. Ya podía explicar el recóndito lenguaje del camaleón que, con su larga lengua, levantaba las faldas a una campesina. Al final la única manera de sacar a Ico de su letargo era recitarle la lista de las herejías que el maestro se sabía de memoria.

- Bogomilos, Acéfalos, Maniqueos, Migecianos, Montanistas, Tascodrujitas, Catarfinianos, Quintilianos, Astotisitas, tertulianistas...

Era entonces, al escuchar esta letanía de un misterio que desconocía, cuando Ico -despertado del todo- se echaba de hinojos al suelo y sacaba su propio rosario canturreando el " ora pro nobis " detrás de cada uno de aquellos nombres que pronunciaba el maestro:
Paulicianos, ora pro nobis, Luciferinos, ora pro nobis, Ebionistas, ora pro nobis...Y así maestro y alumno en comunión perfecta terminaban un insólito rez; del que eran testigos silentes las figuras del antiguo saber: el roble hueco, la roca, los senos y la leche, el mar oscuro, la lanza de Longinos, las hojas de la coliflor, el girasol hermético, la rosa, el pozo y el atanor; el hornillo oculto de dos llamas.


Después de mucho meditarlo, de muchas conversaciones en la sacristía y en la sillería gótica, los dos únicos habitantes de la catedral habían llegado a una conclusión; dado el ambiente de guerra, los sueños premonitorios del visitante sobre la destrucción de las vidrieras de colores por los efectos de una bomba criminal, las habladurías de la gente sobre la próxima llegada de columnas anarquistas, lo mejor, sería copiarlas, pintar en exactísimas reproducciones los paneles de cristal, llevar al papel las vidrieras timpánicas del templo que, en realidad, eran oídos puestos hacia el cielo para escuchar los designios divinos.

sábado, 14 de marzo de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES (2)

Llegados a la sacristía se sentaron . Lo único que había en la pared aparte del mobiliario, era un gigantesco cuadro del que ya no quedaba rastro visible de tema o de los personajes, el polvo, el humo de los cirios, la polución de las lámparas de aceite y la grasa del incienso lo habían convertido en un cuadro abstracto.
El visitante, antes de contar al campanero el sueño extraordinario que había tenido aquella noche, pensó si no sería conveniente hacer un preámbulo a las revelaciones que tenía que hacer; una introducción que pudiera servir para abrir el entendimiento de Ico al significado arcano de los sueños: hablarle de los sueños entre los romanos, su significado entre los caldeos, hablarle de la gloria de Aníbal cuando se le apareció, en sueños, un joven de aliviado porte, un enviado de los dioses, que le indicó la ruta necesaria para conquistar Roma. Al fin y al cabo, él se había propuesto la misión de dar a conocer al campanero los grandes misterios que encerraban las catedrales, enseñarle a extraer de aquellas venerables piedras catedralicias la remota y secreta sabiduría que guardaban. A su vez, Ico asistía a este alimento telúrico, que se le entregaba en forma de catequesis heterodoxa, cual silente acólito que espera redimir el alma de las miserias del cuerpo.
El visitante, entonces, contó lo siguiente.
- Anoche tuve un sueño -dejó vagar su mirada por los techos de la sacristía-, un sueño enigmático y augural, una señal emanantista de los divinos círculos de las particularidades y confines celestiales .
El maestro acompañaba esta fraseología extraída de rarísimas ediciones esotéricas de procedencia argentina con ciertos gestos amplios de la cara y movimientos majestuosos de los brazos, cosa que encantaba al buen campanero que creía presenciar alguna antigua ceremonia de rito gregoriano.
-Entre la niebla -continuó-, que es ambiente propio del clima de los sueños, pude contemplar como si la catedral se hubiera llenado de agua, como si se hubiera convertido en una gran pecera. Desde la transparencia de las cristaleras no sólo se podían ver las geométricas líneas y ondulaciones, que son particularidad de las aguas, sino que también se podía advertir la sombra de los peces que surcaban el espacio interior. Luego, sin transición de tiempo, cosa tan propia de los sueños, el agua desapareció como si alguien le hubiera llamado. En lugar del fluido, una selva de árboles, palmeras y hiedras trepadoras acometió el lugar sagrado. De repente, como si la catedral se hubiera convertido en un jardín botánico, todo se llenó de sonidos ecuatoriales, de cantares de infinitos pájaros de todo color y diversidad. Entonces, como si una burbuja estallara, como si una masa impulsora se abriera paso, saltaron de sus lugares todos los cristales y todos los pájaros se escaparon. Entonces, toda la ciudad se llenó de una lluvia de pequeños cristales que cuando llegaban al suelo se ponían a gritar y a reír; sí, unos a gritar, y otros a reír. Entonces, me desperté. Tenía un amargo sabor en la boca y un sudor frío resbalaba, como goterones, por el cuello.
Estuve un rato sobre la cama, sin atreverme a abrir los ojos. Pensaba en el oculto significado de aquella sucesión de imágenes que recordaban las del divino San Juan en su retiro de Patmos. Sospeché que a través de aquel sueño se revelaba un alto designio.
Mientras decía esto, el maestro, que se había levantado, daba vueltas por la sacristía elevando los brazos al cielo, como hacían aquellos barbados cristianos cuando, en los circos de Roma, veían llegar trotando a los leones africanos.
- No sé por qué decidí venir a la catedral -dijo el visitante-. Una luz dubitativa bañaba mansamente la densidad de la ciudad dormida; de las calles de piedra llorosa, de los tejados inclinados que una neblina casi invisible les hacía parecer nevados. Miré al cielo y sentí un frío de raíz mistérica, como dicen que sintió el Hierofante de Capadocia el día del desastre de las tropas del rey Piro. Me levanté el cuello del abrigo, a la manera de los seguidores de los ritos isiásicos cuando pretenden el misterio, y me dirigí hacia la plaza de la catedral a toda prisa.
Te he de confesar, amigo mío, que cuando vi la catedral toda entera sentí un gran alivio, como si un jugo balsámico llenara mi alma de paz que aliviaba la pretérita zozobra. Estaba en humilde contemplación de la mole catedralicia metida en su abrigo invernacular de piedras antiguas; sólo el piar gatuno de algunos pájaros que saludaban la llegada del alba me daba la sensación de que aquello visión no fuera una estampa inmóvil, cuando escuché el inconfundible zumbido de un avión enemigo; ya sabes -le indicó al campanero-, un zumbido que se parece al de un moscardón tísico. Entonces, tuve una iluminación -dijo el maestro-, como cuando Raimundo Lulio descubrió las figuras de la totalidad. Entonces, comprendí el mensaje del sueño que había tenido: una bomba iba a caer próximamente y las vidrieras de la catedral quedarían completamente destruidas.
- Y , ante aquella terrible posibilidad, el maestro y el campanero Ico, se arrodillaron con el temblor de catecúmenos y comenzaron juntos una extraordinaria plegaria donde el latín macarrónico de Ico se mezclaba con las impetraciones en alguna remota lengua muerta que pronunciaba el maestro.

viernes, 13 de marzo de 2009

FÓRMULA QUÍMICA DE LAS CUATRO ESTACIONES


LA PRIMAVERA

La germinación

El bosque; los árboles, los habitantes

La ardilla

Los pájaros

Las flores

Las margaritas y la violeta

La rosa y el girasol

Las cerezas

Las legumbres

El abejorro

Las mariposas

Las hormigas

Las abejas

el gusano de seda

EL VERANO

El campo en verano

Las fresas

La casa de labor

El río y el lago

La siega del heno

La siega de los cereales

La montaña

El mar

La pesca en el mar

OTOÑO

Las hojas secas

La vendimia

La patata

El arroz

La manzana

La pera

Las aceitunas

Las castañas

Todos los santos

La caza

La siembra

EL INVIERNO

La nieve y el frío

El fuego

La calefacción

El alumbrado

Los ejercicios físicos

Navidad y Reyes

El calendario

La naranja

Las plantas

-INSTRUCCIONES DE USO: TÉNGASE CADA PALABRA EN LA BOCA DURANTE UNOS MINUTOS, NOTARÁ LOS EFECTOS AL POCO TIEMPO-

sábado, 7 de marzo de 2009

LOS HOMBRES TRANSPARENTES (1)

Llamó con los puños cerrados. Alzó los ojos y observó, con el temor de los que conocen los secretos del frío, que el cielo se encontraba nublado con ese color gris macizo que guarda para los días de nieve y de tormenta.
Creyó escuchar, en el interior del templo, el ritmo del palo de piedra que portaba Ico -el campanero loco-, como un gran Moisés por el desierto de piedra pómez catedralicio. Al fin, se oyó, tras las ciclópeas puertas del pórtico, flanqueadas por las estatuas en fila de los apóstoles que como altos vigilantes miraban al extraño con el ceño fruncido, el sonido de una llave hurgando como un poderoso dedo metálico la cerradura.
El ruido gótico de la puerta al abrirse y una bocanada de aire litúrgico, como cuando se abren las tumbas de los faraones, permitió vislumbrar, desde la oscuridad del fondo, la cabeza de Ico que con cierto asombro miraba al visitante...Allí, a aquellas horas y -encima- por la puerta principal.
Mientras el visitante se colaba entre las valvas de la portona hacia la espesura del interior, Ico, echado a un lado, esperaba sobre el andamio de su bota ortopédica, que tenía un extraño parecido a un ataúd, para volver a cerrar la puerta.
El campanero era bajo de estatura y rechoncho, con el pelo cortado como un paje medieval que le bailaba sobre la frente como si fuera una cortinilla de flecos, entre la fuerte nariz, los ojos perdidos en el ensimismamiento y los labios gordos como los de un pez; todo ello, junto con el juego de llaves metido en una arandela de hierro, le daba un aspecto parecido al de los turiferarios representados en la capilla de Nuestra Señora de la Baraja, patrona de los jugadores.
Ico, vestía un ropaje que parecía de cualquier época, compuesto por una chaqueta de pana gruesa -de un color imposible- y un pantalón de paño antiguo ceñido por un cinturón de correa ancha que llevaba una ostentosa hebilla de plata, regalo del pertiguero de la catedral el día de su confirmación.
El aspecto declinado de Ico no se debía sólo a la desigualdad de sus piernas, también tenía algo que ver, en la irregularidad de su cuerpo, la escarpada protuberancia que, como la cresta de un volcán japonés, asomaba por detrás del hombro izquierdo, haciendo inclinar el cuerpo robusto y obligando a la cabeza a mirar siempre un poco de segunda mano. Aquel desastre físico; la lisiada pierna, la joroba y la bota malaya no quitaba, sin embargo, para que en la fisonomía de Ico existiera una cierta dulzura infantil, una dulzura que no se sabía a qué correspondía, si a la manera de llevar las llaves de un sitio para otro, como si fuera un sonajero, o tal vez por la piadosa lágrima que siempre asomaba cuando pasaba por delante de la imagen de San Roque.
Una vez dentro, ambos, el visitante delante, Ico detrás haciendo un ruido entre metálico y escultórico, se encaminaron hacia la sacristía, lugar habitual de sus encuentros.
El báculo de piedra que llevaba Ico no es que fuera una reliquia bíblica de las que se conservan en las grandes catedrales, reflejo de lejanos esplendores, sino que había pertenecido a la sepulcral del obispo Marquicio, al que un buen día se le había caído el cayado de la mano como a un pastor dormido.


domingo, 1 de marzo de 2009

EL BOCADO DE ADAN (segunda parte y última)

En este lugar, que ahora se encuentra sumergido por las aguas del mar, existió no hace mucho tiempo un valle donde se encontraba un pueblo. El alcalde de esta población, de carácter apacible, que amaba las novedades de la ciencia y de la industria, quiso aprovechar los beneficios que generaba la embotelladora de agua gasificada, que era la principal fuente económica del pueblo, y anduvo por el mundo para conocer las novedades que en el extranjero existían en materia de embellecimiento urbano. De esta manera, producto de sus andanzas, trajo un modelo de banco de paseo considerablemente moderno y cómodo, unas farolas que se encendían solas al notar la falta de luz, unas papeleras que contaban con diferentes compartimentos para reciclar los distintos tipos de desperdicios y, en otra ocasión, una caja misteriosa.

Los parroquianos de la barbería fueron los primeros que vieron a su alcalde bajar del autobús de línea con una caja que llevaba entre sus manos con mucho cuidado, como si llevara algo muy delicada. Y como, es natural, preguntaron a su alcalde qué es lo que llevaba con tanto mimo en aquella caja. El alcalde les contestó que llevaba, nada menos, que la solución al problema del vertedero municipal, manifestación que los que se encontraban en la barbería tomaron como una broma: ¿ Cómo iba el alcalde a solucionar un problema tan grande con una caja tan pequeña? Y se rieron entre ellos de las ocurrencia de su corregidor y lo comentaron con todo el mundo.

La caja misteriosa, de esta forma, creó gran curiosidad entre los vecinos y más de uno se acercó a la casa del alcalde para, con cualquier pretexto, poder enterarse de la clase de artilugio o cosa que había traído el alcalde de su último viaje; pero, en realidad, poco duró la intriga porque aquel mismo día la alcaldesa tenía en la ventana, junto al fregadero de la cocina, la misteriosa caja abierta, y el que pasó por allí, que fueron muchos, pudo comprobar que dentro de la caja no había más que un montón de gusanillos que se enroscaban, se deslizaban y levantaban la cabeza y, muchos se rieron, cuando vieron que la alcaldesa echaba en el interior de la caja todos las sobras de la comida.

Con el tiempo, como la población de gusanos había crecido en tamaño, los gusanos fueron instalados en el jardín de la casa en varios contenedores convenientemente preparados donde se depositaba todo lo que sobraba de la casa del alcalde y, también de algún que otro vecino.

Tal como dictan las leyes de la naturaleza la primera colonia de gusanos entró, en su momento, en fase de crisálida y, más tarde, cuando los capullos de seda se rompieron, aparecieron unas mariposas blancas que , después de depositar sus huevos, salieron volando por el pueblo como si estuviera nevando.

La cosecha de gusanos fue, aquel año, tan buena que el alcalde adelantó el propósito que tenía desde el principio y mandó instalar, de forma oficial, el primer campo experimental biónico de aprovechamiento de residuos domésticos.

Es verdad, que al principio, los gusanos sólo comían frutas y verduras, grasas, deshechos y despojos; pero pronto se acostumbraron a comer toda clase de materiales, excepto cristales, como hacía observar un gran cartel, con letra caligráfica del propio alcalde, que se puso en las inmediaciones del lugar.

El pueblo estaba encantado con su instalación y veían crecer y multiplicar la colonia de gusanos, que se comían todo lo que se les echaba; una lata vacía, una taza de porcelana rota, la cabeza de una muñeca que no había podido resistir el amor de una niña, las rimas en consonante que le sobraban al poeta local y, lo más importante, con los excrementos que dejaban los insectos, se abonaban cumplidamente los parterres y jardines municipales que crecían en armonía y belleza,

Cuando llegaba el tiempo de la metamorfosis, todo el pueblo lo celebraba, y la banda municipal saludaba con un pasacalles de resonancias marciales las oleadas de mariposas blancas que, como una nevada no anunciada, caía sobre el pueblo. Los amables lepidópteros se subían a los tejados y a las ramas de los árboles y parecían grandes copos de nieve. Luego desaparecían.

El vertedero biónico, que era lo primero que se enseñaba a los forasteros, había crecido desmesuradamente, de tal forma que, en la barbería, algunos empezaban a opinar, todavía en voz baja, que la proliferación de gusanos y su voraz apetito no era cosa normal y argumentaban sobre la necesidad de controlar el índice de natalidad de los insectos.

Ahora, cualquier cosa que sobraba en el pueblo iba a parar al vertedero, y como el ansia de los gusanos era porfiada, había quien entregaba, como una especie de donativo -o de impuesto, según como se mirase-, algún tipo de cosa que antes nunca hubieran tirado a la basura; por ejemplo, el tractor de uno, que aunque llevaba varios años sin ser utilizado, todavía -según su dueño- estaba en buen estado. Era cosa de ver cómo se lo comían...lo que más les gustó fueron las ruedas y el volante, que desaparecieron en primer lugar, entre una bola negra de gusanos, y después...chapa, motor, biela y engranajes -siguiendo este orden-, como si se hubiera tratado de un pollo asado.

Nuevas e incesantes promociones de gusanos habían dejado pequeño los terrenos originales del basurero ecológico. Ahora, se esparcían por las fincas colindantes en una masa fluida y abigarrada, siempre en movimiento, siempre en expansión y siempre hambrienta. Las voces discrepantes con la política municipal se dejaron oír con mayor fuerza; pero el alcalde no quería dar su brazo a torcer, más que nada porque ya no sabía la manera de contener aquella inundación -las tapias que se construyeron, por ejemplo, para cerrar el paso de la marabunta fueron devoradas en una sola mañana- por lo que el único camino que quedaba era seguir aumentándolas. Para dar buen ejemplo, el alcalde arrojó a aquellas fieras diminutas los archivos del Ayuntamiento y, a continuación los libros de la biblioteca, y las orugas parecían -como dijo alguien- curiosos lectores asomados a los oficios administrativos y a las páginas de los tratados de Teología. Más tarde, se arrojaron, como en un sacrificio pagano, los reclinatorios de la Iglesia y, después, los queridos bancos nuevos de paseo y las farolas automáticas. Pero , todo se hacía poco para amansar la furia masticadora de los gusanos.

Un bando, que se leyó una mañana, mientras los agitados clientes de la barbería clamaban encolerizados que ellos ya habían predicho la tragedia el mismo día en el que vieron bajar al alcalde del autobús con su extraña caja, ordenaba que todo aquello que no fuera imprescindible para la vida de los habitantes había que arrojarlo a los gusanos. Hubo que ver, entonces, las filas que se formaban todas las mañanas de vecinos transportando butacones, bañeras, floreros, lámparas, retratos familiares...como hormigas que se hubieran vuelto locas.

Cuando llegaba, en este tiempo, la época de las mariposas el pueblo quedaba sumergido por una ola gigante de alas blancas que lo cubría todo como una marea prolongada; que entraba en las casas, llenaba el piano como un adorno floral, que se metía bajo las agujas de las máquinas de coser y quedaban estampadas, como el más bello bordado, en los encajes de las sábanas. Posadas, todas ellas, sobre las calles, por las paredes, cubriendo los tejados...parecía una montaña nevada. Las mariposas se instalaban, como palomas, sobre los transeúntes, cubrían las campanas y levantaban el vuelo en cada golpe de badajo, como si el sonido de la llamada a misa se hubiera convertido en una luz blanquísima.

...Y ya era tarde cuando se quiso acabar con ellas. Fuego, agua hirviendo, insecticidas...era como echar arena en un mar negro y profundo en perpetuo movimiento. Era ya todo inútil, como cuando desapareció en un instante entre sus aguas negras la pala de la excavadora con la que se intentó sepultarlas.

Ya avanzaban, como un ejército, hacia el pueblo y, mientras avanzaban, desaparecía toda cosa que no fuera horizontal: árbol, animal o piedra, señal de tráfico, pavimento de carretera, semáforo. Como un castillo sitiado, rodeado de un foso, excavado precipitadamente por el vecindario puesto en pie de guerra, parecía el pueblo.

Por fin, se dio la orden de evacuación y los camiones se pusieron en marcha. Una fila de motores emprendió la retirada.En el último camión iba el barbero y sus clientes, con sus cabezas asomadas entre las lonas que cerraban la caja de la carga, el barbero -en un gesto teatral- abrió un estuche forrado de terciopelo y fue arrojando uno por uno todos los instrumentos de su oficio; primero, la brocha de pelo de castor, luego el suavizador oscurecido por las jornadas de afilado, y, por último, la navaja de rasurar...que se quedó abierta con su acero brillando al sol; su refulgir, puesto en el filo, compitió ,en la pupila del barbero ,con la luz de una lágrima que atravesó el curtido rostro... y, luego, ya no vieron nada, ni siquiera la palpitación de la navaja: todo parecía sumergido en un lodo negro y profundo.

Cuando las orugas, contó la maestra, no tuvieron nada más que comer se fueron tragando la tierra y excavaron un gran surco que, recorriendo el valle, llegó hasta las inmediaciones del mar y, un día, las aguas que entraron del mar inundaron todo aquel terreno, y las orugas perecieron ahogadas,como los ejércitos del Faraón de Egipto.